Cuando los ciudadanos de un
País dejan de confiar en la Justicia, uno de los pilares fundamentales de todo
Estado Social y de Derecho que se precie de serlo, la democracia sufre un golpe
de tales dimensiones que su credibilidad y su razón de ser, pierden todo su
sentido, toda su capacidad de representar a una nación, de garantizar los
derechos fundamentales de los individuos que la componen y de erigirse en la
organización estatal que atribuye el poder al conjunto de una sociedad que ha
decidido otorgarse a sí misma la capacidad de gobernarse a través de los
representantes por ellos elegidos, en los que confía plenamente y a los que
encarga la misión de dirigir y gestionar los aparatos del Estado, así como los
tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial.
La justicia, por definición, ha
de ser imparcial, igualitaria e independiente, objetiva en sus decisiones y
rápida en su ejecución. Si alguna de estas premisas se incumple, deja de ser
justa y su condición de árbitro encargado del amparo y defensa de los
ciudadanos queda anulado totalmente, con la consecuente indefensión de los
afectados que quedan a merced del capricho de los individuos, grupos e
instituciones que se encargan de administrar un justicia que no lo es ni de
hecho ni de derecho, lo cual supone una contradicción tal, que sume a la
población en el mayor de los desamparos ante el poder de un Estado que decide
sobre la vida y la hacienda de las personas, como si de un poder absoluto se
tratara, con decisiones injustas, arbitrarias y no ajustadas a derecho.
Resulta descorazonador, a la
par que inadmisible, escuchar a la gente de la calle, bien directamente, bien a
través de los medios de comunicación – y no hablamos de la opinión de dichos
medios que generalmente están adscritos a uno u otro partido político y no son
por lo tanto imparciales – cuando, sobre todo en la radio, mediante la voz que
en ocasiones ceden a los oyentes, se expresan con total libertad y hablan de
los problemas que los acucian en el día a día, no solamente los económicos, o
acerca del trabajo o la corrupción, sino también de aspectos puntuales de la
vida de un País que no gana para sobresaltos, siempre conmocionado e inquieto.
Uno de esos temas puntuales,
relacionado con la Justicia, es el de los privilegios de los que parecen gozar
personajes como la Infanta Cristina, imputada en el Caso Noos, y que no parece
que vaya a recibir un trato igualitario por el hecho de su pertenencia a la
Casa Real, ya que el fiscal, que parece actuar más como defensor que como acusador,
está empeñado en que la Infanta no tenga que someterse a un juicio al que sí
van a tener que asistir el resto de los imputados en dicho caso.
Pues bien, puestos en
antecedentes, hemos de decir, que la gente de la calle que logra pronunciarse
al respecto a través de los medios de comunicación, fundamentalmente en la
radio, da por hecho que dichos privilegios existen, que la Infanta no será
llamada a juicio, que la justicia no es igual para todos y que nos discrimina a
los ciudadanos, porque ante ella, no todos somos iguales.
Desalentador que la población
se exprese en este sentido, tanto en este caso como en otros por todos
conocidos, en los que la desconfianza y la falta de fe en la Justicia, y por
ende en el Estado de Derecho, nos lleva necesariamente a dudar de una
democracia que no nos considera por igual, que nos discrimina, que nos coloca a
distinto nivel, en función de la posición alcanzada en una sociedad dónde no
todos tienen las mismas oportunidades.
Seiscientos folios ocupan la
instrucción del caso Noos, así como tres años de trabajo, a cargo de una
Justicia en la que demasiada gente piensa que no es imparcial ni justa. No podemos
permitirnos el lujo de desconfiar de uno de los poderes del Estado que más
inseguridad puede llegar a crear en el ciudadano, si su gestión y
administración es puesta en cuestión. Pero los hechos son tozudos, y la sensación
de impunidad, así como la de la permanente duda, están ahí, presentes en la
calle, entre la gente, que en definitiva es de quien procede el mandato de igualdad
e imparcialidad, que por encima de todo ha de prevalecer en la gestión y
administración de la Justicia.
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