Siempre
disfruté cuanto pude de mis entrañables abuelos por los que sentía auténtica
adoración cuando vivíamos en el pueblo
dónde nací. Pasaba con ellos gran parte de mi tiempo disponible, que era mucho,
dada mi condición de chiquillo que después de la escuela poco o nada tenía que
hacer, salvo algún recado que me encomendaba mi madre, y sobre todo, jugar con
los amigos, sin límite espacial alguno, ya que la calle, las eras, el campo, las
praderas junto al río, todo era nuestro, todo nos pertenecía, éramos los dueños
absolutos del tiempo y el espacio. Sencillamente éramos felices.
Y
así, cuando nos cansábamos de corretear por el pueblo o teníamos hambre, íbamos a ver a los abuelos, a merendar y
a charlar con ellos, que siempre nos
recibían con esa expresión de alegría contenida que muestra una gratitud que
sólo los abuelos saben transmitir a sus nietos, cuando los ven llegar, cuando
contemplan cómo se acuerdan de ellos, cuando van a visitarlos aunque sea para pedirles
agua: abuela, ¿me pones una rebanada de pan con aceite y azúcar? Claro, nieto, ven
a la cocina.
En
invierno, con las nieves y los hielos que parecían eternos en aquel pueblecito
cercano a la sierra, Duruelo, solía ir a calentarme a su casa, al amor de la
lumbre baja, sentado con ellos en torno a las trébedes que delimitaban el
espacio dónde ardía y crepitaba la leña que de vez en cuando arrojaban los
abuelos, charlando con ellos mientras nos calentábamos y comíamos las
deliciosas patatas que asaban en los rescoldos de la lumbre.
Les
hacíamos compañía, los ayudábamos si estaba en nuestras manos, los queríamos y
respetábamos como abuelos, como padres de nuestros padres, como personas
cariñosas que sabíamos que se alegraban de vernos, que nos querían como hijos
de sus hijos, que nos cuidaban y nos mimaban como buenos abuelos.
Recuerdo
cómo mi abuelo materno Pablo – la abuela Petra - cuando me quedaba en su casa y
se hacía de noche, me acompañaba hasta la casa de mis padres porque me daba
miedo pasar por una calle dónde había una casa semiderruida habitada por
fantasmas, según creíamos los chavales, dónde los críos solíamos jugar, eso sí,
exclusivamente de día.
A mis abuelos paternos – Mateo y María – los
conocí menos, de hecho, al abuelo no llegué conocerlo, pero iba también a ver a
la abuela con frecuencia, y la recuerdo pequeñita y bondadosa, con sus faldas
amplias y oscuras y su sempiterno pañuelo negro en la cabeza, como la abuela
Petra, sentada sola, en la cocina frente a la lumbre, dónde me recibía siempre
con cariño y alegría.
Mi
abuelo Mateo, que no llegué a conocer, fue secretario de Administración Local
del ayuntamiento de Duruelo, nombrado en diciembre de 1925, dónde ejerció como
tal hasta su jubilación, sustituyéndolo su hijo Marcelino, mi padre, en el año
1943, que llevó simultáneamente la
secretaría de los ayuntamientos de Duruelo, Santa Marta del Cerro y Sotillo,
para después ejercer el mismo cargo en La Velilla y Valleruela de Pedraza,
pasando años más tarde a Muñoveros, y por último a Hontalbilla, dónde se
jubiló, retornando de nuevo a Duruelo, su pueblo y el mío.
Mi
abuelo materno, Pablo, padre de mi madre María, fue panadero. La proximidad de
Duruelo al puerto de Somosierra, tuvo importantes consecuencias para ellos, ya que
durante la guerra civil, ambos bandos se disputaban ese importante paso que
comunicaba Madrid con el norte de España, por lo que allí se libraron duros
enfrentamientos, que aunque no pasaron de la zona, tuvo sus repercusiones en
las gentes de los pueblos de los alrededores.
Fue
el caso de mi abuelo, que junto con su mujer, mi abuela Petra, tenían que
llevar las alforjas repletas de pan a lomos de los burros. Repartían el pan por
los pueblos aledaños hasta llegar a Robregordo. Para llegar allí, tenían que
pasar por el puerto de Somosierra y el pueblo del mismo nombre, donde tanto un
bando como otro, se disputaban su paso, por lo que andaban a la greña por
aquellos lares.
Contaba
mi madre, que mi abuelo atravesaba el frente sin problemas, que ya lo conocían
y tanto unos como otros le dejaban pasar sin causarle problema alguno. Imagino
que dirían, ya viene el panadero con sus hogazas de pan, paso libre para él,
pues posiblemente, tanto unos como otros, se surtían de dicho pan en los
pueblos donde se estableció cada bando hasta casi el final de la guerra civil.
Hermosas
e inolvidables historias de aquellos tiempos, de aquellos queridos, entrañables
y venerables abuelos, amables y bondadosos, siempre generosos, que permanecerán
en nuestra memoria para siempre. Para ellos, todo el Cariño, el respeto y la devoción
más sincera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario