sábado, 6 de julio de 2024

Abuelo secretario abuelo panadero

 

Siempre disfruté cuanto pude de mis entrañables abuelos por los que sentía auténtica adoración cuando  vivíamos en el pueblo dónde nací. Pasaba con ellos gran parte de mi tiempo disponible, que era mucho, dada mi condición de chiquillo que después de la escuela poco o nada tenía que hacer, salvo algún recado que me encomendaba mi madre, y sobre todo, jugar con los amigos, sin límite espacial alguno, ya que la calle, las eras, el campo, las praderas junto al río, todo era nuestro, todo nos pertenecía, éramos los dueños absolutos del tiempo y el espacio. Sencillamente éramos felices.

Y así, cuando nos cansábamos de corretear por el pueblo o teníamos hambre,  íbamos a ver a los abuelos, a merendar y a  charlar con ellos, que siempre nos recibían con esa expresión de alegría contenida que muestra una gratitud que sólo los abuelos saben transmitir a sus nietos, cuando los ven llegar, cuando contemplan cómo se acuerdan de ellos, cuando van a visitarlos aunque sea para pedirles agua: abuela, ¿me pones una rebanada de pan con aceite y azúcar? Claro, nieto, ven a la cocina.

En invierno, con las nieves y los hielos que parecían eternos en aquel pueblecito cercano a la sierra, Duruelo, solía ir a calentarme a su casa, al amor de la lumbre baja, sentado con ellos en torno a las trébedes que delimitaban el espacio dónde ardía y crepitaba la leña que de vez en cuando arrojaban los abuelos, charlando con ellos mientras nos calentábamos y comíamos las deliciosas patatas que asaban en los rescoldos de la lumbre.

Les hacíamos compañía, los ayudábamos si estaba en nuestras manos, los queríamos y respetábamos como abuelos, como padres de nuestros padres, como personas cariñosas que sabíamos que se alegraban de vernos, que nos querían como hijos de sus hijos, que nos cuidaban y nos mimaban como buenos abuelos.

Recuerdo cómo mi abuelo materno Pablo – la abuela Petra - cuando me quedaba en su casa y se hacía de noche, me acompañaba hasta la casa de mis padres porque me daba miedo pasar por una calle dónde había una casa semiderruida habitada por fantasmas, según creíamos los chavales, dónde los críos solíamos jugar, eso sí, exclusivamente de día.

 A mis abuelos paternos – Mateo y María – los conocí menos, de hecho, al abuelo no llegué conocerlo, pero iba también a ver a la abuela con frecuencia, y la recuerdo pequeñita y bondadosa, con sus faldas amplias y oscuras y su sempiterno pañuelo negro en la cabeza, como la abuela Petra, sentada sola, en la cocina frente a la lumbre, dónde me recibía siempre con cariño y alegría.

Mi abuelo Mateo, que no llegué a conocer, fue secretario de Administración Local del ayuntamiento de Duruelo, nombrado en diciembre de 1925, dónde ejerció como tal hasta su jubilación, sustituyéndolo su hijo Marcelino, mi padre, en el año 1943, que llevó  simultáneamente la secretaría de los ayuntamientos de Duruelo, Santa Marta del Cerro y Sotillo, para después ejercer el mismo cargo en La Velilla y Valleruela de Pedraza, pasando años más tarde a Muñoveros, y por último a Hontalbilla, dónde se jubiló, retornando de nuevo a Duruelo, su pueblo y el mío.

Mi abuelo materno, Pablo, padre de mi madre María, fue panadero. La proximidad de Duruelo al puerto de Somosierra, tuvo importantes consecuencias para ellos, ya que durante la guerra civil, ambos bandos se disputaban ese importante paso que comunicaba Madrid con el norte de España, por lo que allí se libraron duros enfrentamientos, que aunque no pasaron de la zona, tuvo sus repercusiones en las gentes de los pueblos de los alrededores.

Fue el caso de mi abuelo, que junto con su mujer, mi abuela Petra, tenían que llevar las alforjas repletas de pan a lomos de los burros. Repartían el pan por los pueblos aledaños hasta llegar a Robregordo. Para llegar allí, tenían que pasar por el puerto de Somosierra y el pueblo del mismo nombre, donde tanto un bando como otro, se disputaban su paso, por lo que andaban a la greña por aquellos lares.

Contaba mi madre, que mi abuelo atravesaba el frente sin problemas, que ya lo conocían y tanto unos como otros le dejaban pasar sin causarle problema alguno. Imagino que dirían, ya viene el panadero con sus hogazas de pan, paso libre para él, pues posiblemente, tanto unos como otros, se surtían de dicho pan en los pueblos donde se estableció cada bando hasta casi el final de la guerra civil.

Hermosas e inolvidables historias de aquellos tiempos, de aquellos queridos, entrañables y venerables abuelos, amables y bondadosos, siempre generosos, que permanecerán en nuestra memoria para siempre. Para ellos, todo el Cariño, el respeto y la devoción más sincera.

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