Después de mes y medio de insoportable confinamiento, seguimos cada día con
las acostumbradas y terribles noticias que nos presentan un espantoso panorama
de una pandemia que no cesa de causar un profundo dolor y un sufrimiento atroz
a quienes padecen en su carnes una situación que sólo ellos, quienes lo padecen
de una u otra forma, pueden experimentar y que a los demás nos llegan como algo
externo a nosotros, a los afortunados que no hemos sido tocados por el espanto
que está causando está catástrofe.
Cada día, centenares de víctimas y de nuevos contagios,
vienen a sembrar la preocupación entre una ciudadanía enclaustrada en sus
casas, escuchando el monótono e ininterrumpido comunicado de los medios de
comunicación, así como de los miembros del gobierno que se turnan para dar
cifras, que a fuerza de repetirlas, acostumbran a los ciudadanos a unos números
que solo cuando se detiene a intentar asimilarlos, le repelen hasta el punto de
tratar de desalojarlos de sus mentes a fuerza de parecerles imposibles,
brutales e irreales, que no parecen propio de este apacible mundo en el que creíamos
vivir, y al que ahora habremos de acostumbrarnos, sin saber hasta cuándo, o si
quizás es para siempre.
Resulta verdaderamente increíble, que esté sucediendo esta
siniestra devastación, que nos ha abierto los ojos y la mente, para hacernos
por fin pensar, que no estábamos viviendo en un mundo real, mundo que hemos
maltratado hasta tal punto, que este
planeta ha dicho ya basta, ha explotado por fin, y lo ha hecho de tal manera, que
parece avisarnos para que tomemos nota definitivamente y rectifiquemos, porque
ya no hay más tiempo de prórroga para nosotros, los seres humanos.
Las proporciones de la tragedia que vivimos es realmente
dantesca, hasta el punto que si establecemos parangones válidos que nos
estremezcan, la media de las víctimas diarias durante casi mes y medio,
representan aproximadamente el total de los ciudadanos de un pueblo de tamaño
medio alto de algunas de las provincias de nuestro País, cuyo padrón de
habitantes oscila entre los cuatrocientos y los ochocientos vecinos.
Es como si cada día, uno de esos pueblos desapareciese del
mapa, como si una mañana amaneciesen vacíos sin nadie en sus calles y campos, en
silencio total, desierto, despoblado, sin vida, sin señal alguna de quienes lo
poblaron, y cuyos orígenes quizás se remontan siglos atrás, desaparecido para
siempre. Lo mismo podemos trasladar la ominosa cifra de desaparecidos, a la
población de una ciudad con varias decenas de miles de habitantes, cifra que
aún no somos capaces de determinar, porque los números siguen sumando y no
sabemos cómo ni cuando se detendrán, para saber el verdadero alcance del
desastre.
La desgracia se ha cebado de una devastadora forma con los
más mayores, con los ancianos, con toda una venerable generación de abuelos
cuyos nietos se preguntarán por qué han desaparecido de esta forma, como lo
hacemos el resto del País, que no salimos de nuestro asombro y perplejidad ante
tanto infortunio como soportamos, con la pérdida también de miles de médicos y
sanitarios que se han jugado la vida y la han perdido, desprotegidos, luchando
contra la enfermedad.
Auténticos héroes, como también lo son todos aquellos que están
expuestos en diversos trabajos atendiendo al público y están mereciendo el reconocimiento, la estima y el respeto, ante una pandemia que está sacando a relucir
los más profundos sentimientos de la gente, confinada en sus casas,
contemplando la magnitud de la catástrofe desde la distancia, que ha despertado
la solidaridad de una ciudadanía que lejos de mantenerse insensible, o
acostumbrarse a las durísimas cifras, siente empatía hacia los que más sufren,
mostrándolo cada día, con los aplausos de las ocho de la tarde desde
las ventanas, balcones y terrazas de sus casas.
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