Tiempos nos han tocado vivir, que jamás olvidaremos. No es
una frase hecha, ni una expresión vacía de contenido. Es una insólita y singular
etapa de nuestras vidas, que ni aún viviendo cien años, tiene parangón posible,
algo que no es necesario que contemos a nuestros actuales nietos, porque
también ellos, desdichadamente, están lo están viviendo a la par que nosotros.
Por muy pequeños que sean, en su ingrato y duro confinamiento,
si se les pregunta el motivo por el que no van al cole - y de ello sí están
contentos – responden que lo que hay ahí afuera es un coronavirus, por lo que,
sea lo que fuere y signifique esa palabra tan de actualidad, tan desafortunadamente
de moda en estos días, es lo que les impide salir a la calle e ir al colegio,
algo que muchos de ellos sí contarán a sus nietos dentro de algunos años cuando
todo no sea, sino un mal recuerdo que esperamos no repetir.
Todo esto, no es un sueño, que ya quisiéramos que lo fuera, porque
resulta duro e insoportable hasta extremos que nos hace pensar en ocasiones que
esta pesadilla no es más que una mala experiencia, una espantosa ensoñación que
acabará al despertarnos una mañana cualquiera, algo que se verá frustrado
cuando abramos las ventanas y contemplemos con tremendo desconsuelo el silencio
casi absoluto con el que se despierta nuestra ciudad, callada, desierta,
irreconocible.
Ciudades y pueblos en apariencia carentes de vida, pese a que
los edificios están ocupados día y noche por millones de seres confinados,
encerrados, asustados porla amenaza de un enemigo invisible que espera ahí
afuera en cualquier lugar, sospechando del resto de seres humanos que puedan
ser portadores del letal virus, que poseyendo una capacidad portentosa de
propagarse, está asolando al mundo entero.
La ciudad fantasma apenas respira a través de los contados
seres pertrechados de mascarillas y guantes, que se mueven desconfiando unos de
otros, guardando una prudencial distancia, impregnados de una oscura y
siniestra sospecha, como si de apestados se trataran, mientras las sirenas de
las ambulancias aúllan desaforadamente, portadoras de la pandemia que mantiene
a la población vigilada por la policía que patrulla para evitar presencias no
justificadas en las solitarias y tristes calles antes tan bulliciosas.
Pasado un tiempo, en una gran cantidad de urbes, algo está
sucediendo y que nos recuerda tantas películas de ficción, cuando empiezan a
sufrir cambios inimaginables, que nadie
podía haber predicho en el pasado. Los animales, sorprendidos, se han ido
acercando hasta ellas, invadiendo sus calles y plazas ante la ausencia del
silencio atronador y la apabullante y frenética actividad habituales, que ahora
brillan por su ausencia.
Y así, penetran en ellas y campan por sus respetos, en un
espacio que hasta ahora les estaba
vedado, ampliando de esta manera su mundo, antes limitado a los campos y
bosques, su hábitat natural, lo que hacen sorprendidos y expectantes ante
semejante situación, que da una idea de lo que nos espera, de lo que ha
cambiado este desolado, desconocido e imprevisible mundo, dónde ficción y
realidad se confunden.
Impresiona
salir a la calle, fugazmente, durante un escaso período de tiempo, apenas el
necesario para comprar, tirar la basura o pasear a la mascota, sin transgredir
lo más mínimo el tiempo establecido para ello, salvo ser sancionados o
detenidos si se reincide, y sentir el absoluto vacío que provoca la
contemplación de un mundo sin vida, salvo alguna fugaz presencia que con pasos
ligeros se apresura a retornar a su confinamiento obligado.
Los sobrecogidos ciudadanos, no acaban de creerse lo que está pasando, con
el agravante de no saber lo que esta situación puede prolongarse en el tiempo,
así como las consecuencias físicas y anímicas que puede conllevar, sobre todo
para los niños encerrados en sus casas, lejos del colegio y de los parques hoy
vacíos. Al mismo tiempo, el paro de casi toda la actividad laboral, está
provocando un desastre económico brutal, que como siempre pagarán las clases
más humildes.
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