lunes, 8 de enero de 2024

El despotismo progresista

Estamos viviendo una situación política inauditamente trastocada por unos representantes que desconocen el término impunidad, instalados en una vileza galopante que causa sonrojo a quienes aún, instalados en su bonhomía ingenua y bienpensante, conciben su desempeño como un ejercicio honesto, justo y leal, honrado y dedicado, amable y sincero para con los ciudadanos que los han elegido, que han confiado en ellos y que hoy se llevan las manos a la cabeza al contemplar la deriva autoritaria que ha conducido al gobierno a unos manejos calamitosos  de las instituciones del Estado, como no habíamos conocido  jamás en nuestra corta historia democrática.

Se desenvuelven como pez en el agua a la hora de utilizar como moneda de cambio cuantos recursos quedan a su alcance, ya sean materiales o humanos, instrumentalizando los poderes democráticos, fundamentalmente el que atañe a la justicia, el Judicial, como si fueran suyos, de su exclusiva propiedad, y así utilizarlos a su antojo con un único propósito que no es otro que el de perpetuarse en el poder, cubiertos como están por una ausencia absoluta de escrúpulos y una soberbia rampante que no les permite ceder ni un ápice en su absoluta convicción de que el Estado les pertenece, y así, mercadean, compran y venden y juegan a sus anchas hasta conseguir cuanto desean.

Todo ello forma parte de una ceremonia del más absoluto y desconcertante despotismo que ni soñábamos podíamos contemplar a estas alturas, en un país moderno de una Europa, que alertada por lo que aquí  está sucediendo, está empezando a tomar cartas en el asunto, exigiendo una limpieza democrática de la que nos estamos alejando, solicitando información acerca de los manejos de un gobierno que siente muy poco respeto por la división de poderes, pilar básico y fundamental del Estado Social y de Derecho.

Afortunadamente son muchos ya los que desde hace tiempo vienen advirtiendo del rumbo errático e incierto seguido por la política de este país, que basada en el engaño, la mentira y una decadente soberbia que todo lo justifica, siempre al margen de consideraciones éticas que pudieran limitar su cínica acción, está causando un daño considerable a las instituciones y por ende a una democracia que contempla impasible cómo se vulneran sus principios más elementales como la independencia judicial, asaltada por un ejecutivo sin escrúpulos, que avanza inexorablemente hacia una arbitrariedad aplastante en sus decisiones, que no se detiene ante nada a la hora de alcanzar sus objetivos de poder, utilizando para ello cualquier medio, lícito o no, estratagema, subterfugio legal o recurso de dudoso origen, y utilizarlo así, sin escrúpulo alguno  para lograr sus fines.

Si escribir es llorar, las lágrimas deberían llenar infinidad de páginas sobre este tema, asunto que nos atañe a todos, que oímos constantemente,  cada vez con más insistencia, dónde sale a relucir este asunto, en ocasiones tratado de una manera informal, sin concederle la importancia y la trascendencia que tiene, se toma a broma, con un aire jocoso que concede a los políticos implicados, una especie de protagonismo propio de héroes de cómic, como si fuesen unos personajes más de una rocambolesca tira tragicómica con los que simpatizan y a los que atribuyen valores éticos y estéticos con los que simpatizan, con los que comulgan a la hora de llevar a cabo sus atrevidas hazañas, teñidas de una mezcla de osadía y desafío que les atrae intensamente, y con los que acaban formando una corriente de afinidad, que les conmueve y convence a partes iguales.

En otras ocasiones, el enfrentamiento está servido, cuando huyendo de la simpleza y el desconocimiento, se ponen en cuestión las dos partes en litigio, llegando a una discusión, en ocasiones de una crispante intensidad, que no favorece en absoluto el entendimiento, cuando enrocándose cada parte en su férrea e inamovible posición, la crispación entra en juego y la racionalidad y el buen juicio pierden sus papeles en favor de un dogmatismo, que como todos, acaba con la posibilidad de conceder una mínima parcela de razón al otro, y con ello, el final de un discusión que no va a llegar a ninguna conclusión que se pueda calificar como válidamente Razonable.

Pero el tema es serio, no se trata de un tema baladí que se pueda tratar a la ligera, o que se resuelva a bastonazos mentales, impropios de seres pensantes y responsables a los que les afecta de forma directa, ya que sus vidas y haciendas dependen de las decisiones que los protagonistas de esta trama, léase los políticos, tomen cada uno de sus días, con una repercusión directa que no pueden evitar ni deben obviar, salvo que intenten controlar sus actos.

Ruego me permitan citar un párrafo escrito por Javier Cercas, que me parece admirable, y que describe la situación de una manera absolutamente ejemplar, objetiva, rotunda, y a la par que magníficamente resumida, a la que poco más hay que añadir: “Tenemos una clase política cínica, irresponsable y envenenada por el poder, que no trabaja para unirnos, sino para separarnos, que considera el engaño un instrumento legítimo, y pueril la mínima exigencia ética. Hemos tocado fondo”.

Sin alarmismos innecesarios, sin dogmatismos exacerbados, sin radicalismos nefastos que nublan la razón y el entendimiento, este análisis sólo pretende llamar la atención sobre una deriva política que no debería tener cabida en un país democrático que se precie de serlo. La huida de los extremismos radicales, así como de una desmedida ambición, debería dar paso a la razón, y de ahí a una moderación que lleve a los gobernantes a dedicar su tiempo a mejorar la vida de los ciudadanos, cuyo destino, al elegirlos como sus representantes, depositaron en sus manos.

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