martes, 2 de enero de 2024

El discreto encanto de Duruelo y su espadaña

Es Duruelo un pequeño y encantador pueblo Segoviano situado en la falda de Somosierra, cuyas suaves y onduladas colinas describen un completo arco frente a él, como si quisieran protegerlo de las inclemencias del tiempo y de los años, que van dejando su huella en las casas, las praderas, los montes y los campos, sierra amigable y fiel compañera, cubierta de  un inmaculado manto blanco en invierno, y de un gris azulado el resto del año,  que durante siglos ha ejercido también de incansable centinela de estos campos de Castilla que cantó Machado.

Bañado por el río Duratón, discurre silencioso y discreto, desde Somosierra,  dónde nace, hasta su desembocadura en el Duero, bañando de paso el pueblo y las hoces del mismo nombre, para discurrir después por Sepúlveda y los campos y villas de varias provincias castellanas que se honran con el paso de su lento y apacible discurrir hasta descansar en brazos del río que cantara Gerardo Diego “río Duero río Duero nadie a acompañarte baja”.

Tiene Duruelo un encanto especial, con apenas un puñado de habitantes, con sus casas cuidadas y bien acondicionadas para los rigurosos y largos inviernos, rodeado de campos de cultivo, de montes, praderas, y de la hermosa sierra que todo lo preside, excelentemente comunicado con Segovia, Madrid, Irún, y las provincias castellanas, que sitúa a este entrañable pueblecito, dónde nací, en un lugar privilegiado de Castilla.

Posee una preciosa iglesia de origen románico, perfectamente conservada, con un bello retablo y, sobre todo, con una espectacular, bellísima y esbelta torre en Espadaña del siglo XVII, dotada de unos espléndidos e impecables sillares, perfectamente conservada, bastante habitual en Castilla, pero muy rara en cuanto al tamaño, pues dispone de cuatro huecos en horizontal y uno coronando la parte superior, donde se alojan las respectivas campanas en perfecto estado de uso, formando un impresionante, único y hermoso conjunto, digno de ser visitado.

Adosado a la imponente torre de una prodigiosa y esbelta verticalidad, un pequeño y encantador cementerio, muy bien cuidado,  acoge a nuestros queridos ancestros, entre ellos mis padres y mi hermano. Hasta hace poco tiempo, un formidable enebro, ahora desaparecido, surgía espléndido entre las lápidas, y según la leyenda sobre la tumba de un pastor, sin nombre ni identificación alguna. Afirmaba dicha historia, que el pastor cuidaba de su rebaño en un monte de enebros. Al ser enterrado en el cementerio, llevaba en sus bolsillos semillas – algayuvas las llamamos – de dicho árbol, que germinaron y dieron origen a un precioso enebro que presidió el cementerio durante muchos años a los pies de la Espadaña.

Esta leyenda, con una base muy real, nos recuerda que en la antigüedad no muy remota, la familia solía reunirse al amor de la lumbre baja de la chimenea o del acogedor y agradecido brasero, y allí, los mayores, los abuelos primero y después los padres, narraban historias, cuentos y leyendas, que mantenían en vilo a una entregada audiencia, numerosa generalmente, integrada por los padres, abuelos e hijos, que vivían los relatos con auténtica pasión y con una atención tal que conseguía trasladar a los más pequeños a los escenarios donde se desarrollaba la acción de las múltiples historias que se sucedían en un agradable ambiente familiar.

No han pasado tantos años como para no recordar hechos similares, cuando en los pueblos tenía lugar la fiesta de la matanza,  que duraba un par de días, durante los cuales, las familias se reunían para llevar a cabo todas las acciones necesarias, desde sacar al cerdo de la corte, así se llamaba el cobertizo donde vivía y se le engordaba, hasta el momento en el que el matarife llevaba a cabo su labor, para después abrirlo en canal y colgarlo, para esperar la llegada del veterinario que certificaba que era apto para su consumo, y continuar así el segundo día destazándolo y separando los jamones, los lomos, y el resto, con el que se harían el chorizo, la butagueña y las morcillas, todo ello en medio de la algarabía general de la familia, los vecinos que ayudaban y toda la chiquillería que disfrutábamos inmensamente durante estos días.

Por las noches, todos nos reuníamos en torno a la mesa, al calor del brasero, para después de cenar, jugar a las cartas, a la brisca, o a contar historias y narraciones que contaban los mayores, bien de hechos reales acaecidos allí y en los pueblos de alrededor o bien de hechos y leyendas que habían ido pasando de padres a hijos a través de generaciones. Así pasábamos horas, escuchando a unos y a otros que se iban sucediendo y animando a contar también recuerdos de su infancia, así como historias de sus tiempos mozos, de las bromas pesadas que gastaban a los recién casados, de las picardías de los jóvenes de entonces, de amoríos y otras narraciones que nos hacían reír sin pausa y que nos ocupaban hasta la madrugada.

Recuerdo a los segadores que eran alojados en las casas del pueblo durante el tiempo que duraba su trabajo en el campo. Procedían de Extremadura en su gran mayoría. Por las noches, después de su dura faena, nos contaban historias y narraciones de sus lugares de procedencia, hacían figuras chinescas en la pared y nos hacían disfrutar a la familia entera, en la cocina, en torno a la mesa.

Eran otros tiempos, maravillosos tiempos, de historias y leyendas, que como la del enebro y el pastor, daban otro sentido a la vida, en un ambiente deliciosamente rural, que afortunadamente, aún se puede disfrutar en pueblos como Duruelo y tantos otros de esta España vaciada que, afortunadamente como en este caso, no se resigna a desaparecer de nuestras vidas.

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