miércoles, 8 de agosto de 2012

UN PAÍS DE FÁBULA

Un país, cuyo representante máximo, el presidente del gobierno, aparece – las pocas veces que lo hace – con una expresión de zozobra y desconcierto, que descoloca a los ciudadanos, pendientes de escuchar de sus labios alguna buena noticia entre tantas y tan desastrosas nuevas que nos arroja a la cara – y por supuesto al bolsillo – casi todos los días, al tiempo que en las reuniones con sus congéneres europeos, lo hace con una expresión entre sorprendido y despistado – lo mismo le ocurría al presidente anterior – que nos hace pensar, como así parece ser, que no se entera de nada, ya que es el único que no habla inglés, por lo que no quiero no pensar la opinión que le merecerá a los demás presidentes, que harán extensiva semejante ignorancia al resto de los maltratados ciudadanos de este atribulado País.
Un País que se permite el dudoso lujo de recortar en sanidad y educación, sectores clave que deberían ser intocables porque sobre ellos se asientan el bienestar y el futuro de toda una Nación que ve recortadas todas las áreas, algunas de las cuales, como fomento, supondrán el derrumbe de infinidad de infraestructuras vitales que con el paso del tiempo verán como se van deteriorando, lo cual supondrá un freno para el desarrollo de servicios tales como las comunicaciones, de interés vital para cualquier país.
Un País que permite que se desaloja de sus casas a los ciudadanos que no pueden abonar la hipoteca del piso que con enormes esfuerzos comenzaron a pagar y que después de desahuciados tendrán que seguir sufragando en un acto de una crueldad y patetismo sin parangón alguno, que recae sobre las clases más desfavorecidas, víctimas del paro y la marginación a la que está llegando una masa de ciudadanos cada vez más elevada, en medio de la desesperación y la desesperanza.
Un País que permite que los omnipresentes equipos de fútbol se permiten el lujo de mantener gigantescas deudas con Hacienda y Seguridad Social, que no cobra el IBI a la santa madre iglesia, que permite que los defraudadores abonen cantidades ridículas de cifras millonarias a cambio de disponer de una inmunidad indignante, mientras reduce prestaciones tan elementales como las que perciben los que tienen ayudas por dependencia, los parados o los pensionistas, por poner un ejemplo de los colectivos más perjudicados entre tantos como sufren las consecuencias de los recortes.
Un País que exige a sus ciudadanos sacrificios sin cuento desde hace ya demasiado tiempo, olvidando de paso a las clases más favorecidas, a las instituciones financieras a las que no deja de inyectar unas cantidades formidables de dinero público que nadie sabe dónde acabará, pero que no retorna de ninguna manera en forma de créditos a los ciudadanos y en la creación de actividad que genere empleo, sino que se permiten el lujo de especular con él en beneficio propio.
Un País que permite que los defraudadores campen a sus anchas haciendo la vista gorda y oídos sordos con tal de que abonen una insignificante cantidad de lo defraudado.
Un País que ha permitido que a lo largo de los últimos años se haya convertido en una cueva de ladrones, derrochadores y corruptos, que han dejado desoladas las arcas públicas, arcas que ahora han de llenar de nuevo lo propietarios de las mismas, es decir los sufridos trabajadores.
Un País que permite que el Patrimonio Nacional se vaya al carajo como demuestra el abandono de tantos edificios históricos en ruinas, mientras se construyen aeropuertos y obras faraónicas diversas carentes de toda utilidad, que ni siquiera se han estrenado.
Un País con una justicia de una parcialidad inadmisible con los de siempre y de una lentitud exasperante que crea una inseguridad que asusta y avergüenza por igual, al tiempo que sus componentes parecen estar más pendientes de sus tendencias ideológicas y políticas que de su importantísima y trascendental función, dedicándose a la buena vida derrochando recursos públicos como uno de sus más altos representantes ha dejado constancia recientemente.
Un País con una detestable presencia de un banal y arrabalero folclorismo, sobre todo musical, que mantiene aún cierta presencia, incluso entre un cierto sector de la juventud que escuchan los gritos desaforados de unos individuos/as que desvirtúan con sus ritmos machacones y sus cutres e insoportables letras, determinados géneros musicales que podrían considerarse serios y respetables y que los sitúan en las antípodas de la cultura y el buen gusto.
Un País que sigue hablando a gritos, anárquicos en sus costumbres, ruidoso en extremo y con una falta de educación y déficit culturas tal, que el periódico más leído es uno de los deportivos, o sea de los de fútbol hasta en la sopa y el libro más leído, inexistente, de título desconocido, sustituido por las revistas del cotilleo y los programas de televisión más barriobajeros donde campan a sus anchas los desvergonzados famosillos de turno, todo lo cual demuestra el analfabetismo cultural de una sociedad narcotizada por tanta incultura popular.
Un País que no está dispuesto a renunciar a sus juergas y a sus interminables fiestas de charanga y pandereta que adornan el territorio nacional durante una semana, incapaces de reducir ni un solo días el despilfarro que ello supone, mientras claman, y con razón, contra los recortes, el paro y las subidas continuas de impuestos que asolan sus vidas.
Un País que mantiene una falsa e hipócrita religiosidad, que saca de paseo cada año a multitud de vírgenes, cristos y santos diversos, no solamente durante la insoportable semana santa, sino durante todo el año en las interminables fiestas que adornan el territorio nacional y que no se quedan en simples hechos pintorescos o pseudo culturales, sino que sumen en la sumisión y resignación más denigrantes a múltiples capas de la sociedad española.
Un País que de una forma anacrónica y vergonzante, mantiene la mal llamada fiesta nacional hasta el extremo de que en algunas comunidades quieren que formen parte del patrimonio nacional, equiparando semejante bodrio con el museo del Prado, el Acueducto de Segovia o la catedral de Burgos, a la par que encuadran esta cruel costumbre en la categoría de arte.
Un País que mantiene una costosa monarquía, que nadie ha elegido y que para nada sirve, algunos de cuyos componentes se dedican a la buena vida, a la caza de elefantes o a la tarea del enriquecimiento rápido y de dudosa legalidad.
Un País, que, desgraciadamente desde siempre, ha despreciado y marginado la investigación científica, bajo los augurios de la desafortunada frase de que inventen ellos, y que nos ha supuesto el atraso secular que sufrimos.
Un País, en fin, que adolece de la más mínima seriedad, donde toda vale con tal de llenarse los bolsillos, donde la clase política constituye una auténtica vergüenza nacional, para quienes ser elegido supone una patente de corso para enriquecerse en lugar de una puesta a disposición de los ciudadanos que lo han elegido, a quienes se deben y a los que tienen la obligación de prestar el mejor de los servicios en beneficio de la sociedad que es quien les paga y elige.

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