jueves, 30 de agosto de 2012

HISTORIAS PARA NO DORMIR

Curioso, extraño y puede que hasta enigmático título el que encabeza la que puede ser una historia, quizás simple leyenda urbana, o puede que elemental patraña para despistar al lector, intrigarle o simplemente despertar su interés con el objeto de captar su atención en estos tiempos en los que se llenan páginas y más páginas diarias en todos los medios de comunicación, bien sean escritos, hablados o de propósito multimedia, siempre con los mismos contenidos que hablan de la crisis, de la cansina, pedante e insoportable prima de riesgo y, haciendo honor al título, de los temidos y siempre pavorosos recortes a los que desde hace ya tanto tiempo nos tienen acostumbrados.
No se trata, afortunadamente, de una narración que hable sobre los sobresaltos que nos producen semejantes noticias ni del desasosiego que siembran entre los sufridos ciudadanos al conectar cada mañana la radio, la televisión o al hojear el periódico, cuya primera página ya casi adivinamos sin temor a equivocarnos, sino que es una ingenua, inocua e inocente narración que debería haber despertado ya a estas alturas alguna asociación de ideas que condujera a un grupo de lectores de, digamos una cierta edad, a forzar la memoria y buceando en ella encontrarle un sentido con sabor a pasado remoto y noches de infantil insomnio, que en cualquier caso quedará desvelado al final, si lo tuviere, de este insólito relato.
Podría versar sobre las noches en vela de un habitante de una gran ciudad, en pleno verano de asfixiante, insoportable y pegajoso calor, con las ventanas abiertas, soportando los insufribles ruidos, humos, olores y sirenas varias, mezclados con el alboroto, algarabía y bulla característica de los habitantes del patio del edificio donde vives, que habiendo abusado de la siesta, y debido a la calor, deciden no echarse a dormir hasta las tantas, al igual que los vecinos de arriba, ciento y la madre, que tienen claro que los muebles han de recolocarse entre las tres y las cuatro de la mañana, con el correspondiente infernal estrépito que acompaña a semejante baile mobiliario.
Claro que también podría corresponder el susodicho y ya pedante título, a la noche que le espera al obnubilado televidente, que después de recorrerse mando en mano, todas las cadenas de la espantosa programación y habiendo agotado todas las repetidas películas que llevamos viendo desde hace veinte años y comprobado que la oportuna serie que hoy toca, es la misma de ayer con ligerísimos y sutiles cambios, así como los incalificables programas de los repelentes famosillos, los indigestos e insoportables debates con los mal llamados tertulianos gritando todos al mismo tiempo, y la cruel y omnipresente publicidad presidiéndolo todo, decide aburrido, cabreado y hastiado de tanta vacuidad e incultura generalizada, escuchar las interesadas y formativas charlas, que provenientes del patio y a todo volumen le van a amenizar la velada hasta bien entrada la madrugada.
Quizás trate sobre el voluntarioso lector que intenta sin éxito concentrarse en la lectura del libro que sin entusiasmo alguno comenzó al principio del verano, cuya lectura le aburre poderosamente pero que no puede evitar terminarlo, ya que es una cuestión de principios, de orgullo, de no permitir que un autor se le resista por incomible, infumable e insoportable que pueda ser. Pero no es así, ya que una vez más, apenas logra pasar tres o cuatro hojas de mala gana antes de cerrarlo y abrir el portátil para curiosear en Internet las últimas noticias.
Comienza la página, con gran alarde tipográfico, relatando la sorprendente historia de cómo en un pueblo, las buenas gentes deciden con el único afán de divertirse, lanzarse a la cara 120 toneladas de tomates – ciento veinte mil kilogramos – que quedan desparramados por el suelo y los cuerpos de los entusiasmados ciudadanos, mientras unas líneas más abajo, aparecen unas fotos con unas gentes que buscan restos de comida entre los contenedores de basura, por lo que decide cerrar el ordenador con un gesto de repulsa, contrariedad e incredulidad.
Cualquiera de estas historias podrían suponer motivo suficiente para pasar una noche en vela. Pero en absoluto son comparables con las que entonces disfrutábamos después de ver en la inefable Televisión Española – la única que existía entonces – la magnífica serie de Ibáñez Menta, padre de Ibáñez Serrador, cuyo título “historias para no dormir”, - de ahí el misterioso título que muchos ya habrán descifrado a estas alturas – y que hacía las delicias de las gentes de los años sesenta, aunque conseguía aterrorizarnos cada semana, siempre en blanco y negro y que sin duda logra oscurecer, valga la redundancia, a muchas de las insoportables series, sobre todo vespertinas, que asolan hoy las múltiples cadenas televisivas.
Desvelado el misterio, sólo me queda por hacerle una pregunta al posible lector: ¿Es usted el asesino? Tranquilo, no se preocupe, asuste ni incomode. No se tiente la ropa ni busque el arma homicida. No ha sido usted. Es el título de otra entrañable serie de entonces del mismo genial autor que tantas noches de insomnio nos obsequió y que tanto echamos de menos en estos tiempos de tanta ausencia de ingenio, originalidad y en definitiva de una preocupante falta de creatividad.

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