Recientemente he visto Lincoln,
una magnífica y recomendable película sobre el decimosexto presidente de los
Estados Unidos, que logró la emancipación de los esclavos al conseguir aprobar
la decimotercera enmienda de la constitución y abolir la esclavitud en un País
dividido entre los estados del sur, esclavistas, y los del norte,
abolicionistas, que ocasionó una cruel guerra que se prolongó durante cuatro
años y que ocasionó más de medio millón de víctimas, incluida la del propio
Presidente Lincoln que fue asesinado, sin duda por su defensa de la justa causa
de la población negra, de la lucha por su libertad y de la democracia amenazada
por una injusticia de siglos.
La principal motivación que me
indujo a ver esta película, al margen de la indudable atracción que ejerce un
personaje como Lincoln, que marcó un hito histórico al lograr la abolición de
la esclavitud, era la de disfrutar con el actor que le encarna en la ficción,
que admiro, que se prodiga el mínimo posible en su siempre admirable y encomiable
trabajo, y que lleva a cabo dicha función de una manera impecable, logrando una
interpretación de una grandísima altura que hace que la dramatización sea
absolutamente creíble, y que junto con el resto de los actores, consigan que el
espectador se vea absolutamente absorbido, entregado y movido a la emoción y a
la reflexión sobre los hechos que se narran con una extraordinaria brillantez.
La película es un canto a la
libertad, a la igualdad y a la democracia, así como un alegato en contra de la
monstruosidad de la guerra, que no obstante se justifica como un mal menor
necesario, ya que pese a la crueldad de la misma, se consiguió que la aberrante
esclavitud fuese derogada. No se omiten los aspectos pretendidamente oscuros
que pudieran darse durante el mandato de Lincoln, como pudieran ser la compra
de votos con el objeto de conseguir la necesaria mayoría de congresistas para
ganar la votación u así lograr el gran objetivo que no era otro que el de la
abolición de la esclavitud, lo cual nos lleva a la misma conclusión y
razonamiento anteriormente exhibido con la Guerra de Secesión, y es que se
puede considerar como un mal necesario para conseguir unos objetivos, cuya superior
consecución los exculparía.
Así lo entiende Lincoln, y así
lo propugna, lo publica y lo lleva a cabo, consiguiendo al final su propósito
terminando con una vergüenza de alcance universal como era la esclavitud, que
no obstante tardaría mucho tiempo en llevarse a cabo de hecho, aunque de
derecho comenzó en el mismo momento en que se aprobó la decimotercera enmienda
a la Constitución de Estados Unidos de América, de enormes contradicciones,
pero que nadie puede negarle su capacidad para instaurar una sólida democracia
desde el mismo momento de su fundación como Estado independiente.
Salgo del cine y me encuentro
con las primeras noticias sobre nuevas corruptelas, cobros indebidos que
salpican ya a las más altas jerarquías del Estado, a los aledaños de la Corona,
y a un ex tesorero del partido político gobernante, que evaden y reparten cifras
millonarias y que pese a ello se acogen a una amnistía fiscal infame e injusta,
que agrede y ofende profundamente a una ciudadanía sumida en la desesperación y
el abandono por una clase política dirigente que nos conduce a un abismo sin
fondo.
Al día siguiente me levanto con
las noticias sobre las cifras del paro en enero de este infeliz dos mil trece:
ciento treinta y dos mil parados más, a razón de una media diaria que alcanza unos
valores espantosos, inasumibles e insufribles por parte de unos ciudadanos que
se quedan en la más tremenda de las situaciones, sin trabajo, sin prestación
alguna muchos de ellos, y lo que es
peor, sin futuro.
Vuelvo la vista atrás, a
Lincoln y a su época, a un político honrado a carta cabal, que luchó por sus
nobles ideales y que pagó con su vida por ello. No les pedimos que a tanto
lleguen los que nos gobiernan aquí y ahora, pero sí les exigimos la honestidad,
la integridad y la dignidad que hasta ahora no han mostrado. Si de ello no son
capaces, deben ser relevados de inmediato de unos cargos que no merecen
desempeñar. Deben dimitir o ser dimitidos, cuanto antes, sin demora, antes de
que condenen a toda una generación a la frustración, a la desesperación y la
pérdida de toda perspectiva en un porvenir que les están negando y a la
negación de toda credibilidad en una democracia dañada por quienes fueron
elegidos para protegerla de todas aquellas agresiones a las que hoy se ve
sometida.
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