viernes, 8 de febrero de 2013

POR EL CAMINO VERDE

El secreto de la genialidad es el de conservar el espíritu del niño hasta la vejez, lo cual equivale a decir que nunca jamás se ha de perder el entusiasmo. Esta expresión atribuida a Aldous Huxley, autor entre otros títulos de Un Mundo Feliz, es una de las muchas que podríamos citar, todas ellas referidas al influjo que la infancia tiene en el resto de la vida de todo ser humano, de la importancia de conservar para siempre la esencia de aquellos tiernos e irrepetibles años que harán del resto de nuestros días un camino más llevadero, a la par que, tal como afirma Huxley, conservar la capacidad de entusiasmo y la ilusión necesarios para afrontar un futuro que cada vez se irá alejando más de aquellos tiernos años.
Los recuerdos de los primeros años de Machado en un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero, en aquellos días azules y soleados de la infancia. Los primeros años de Lorca, que según él mismo decía, era todo campo, pueblo, pastores, juegos, cielo, canciones y soledad en la campiña granadina que tanto amó, con su eterna risa contagiosa que nunca le abandonó, una risa silvestre, de infancia, una risa radiante e inagotable. La infancia de Miguel Hernández en su Orihuela natal en la huerta, la montaña, las cabras que pastoreó, el recuerdo de ausencia de su hijo en nanas de la cebolla y cuando canta: Rueda que irás muy lejos / Ala que irás muy alto / Torre del día, niño.
Son tres recuerdos de infancia de tres grandes poetas, como podríamos citar tantos otros espíritus libres y sensibles, que movidos por la ternura e inocencia de aquellos años, no perdieron la oportunidad de volver la vista atrás y sacar a la luz a ese niño agazapado que llevamos en lo más profundo de nuestro ser, que nos acompaña siempre, que nos avisa de vez en cuando de que sigue ahí, y al que recurrimos alguna vez en nuestra vida en momentos de profunda soledad, de honda tristeza, de abandono y melancolía por el que todos pasamos de forma inevitable, porque todos estamos inmensamente solos, aislados en nuestro mundo interior.
Regreso con frecuencia a mis primeros años de la infancia vivida en el campo, y lo hago siempre que retorno al pueblecito donde nací, cerca de la sierra, del río cercano, de los montes que lo circundan, de las verdes praderas, de las susurrantes alamedas, de los desiertos campos de labor, silenciosos, austeros y solitarios, que infunden paz y sosiego, surcados por múltiples veredas, sendas y caminos, que rompen la gratificante serenidad del entorno.
Seguir esos estrechos caminos, esas delicadas sendas y frágiles veredas, es repasar y revivir aquellos inolvidables años de la niñez, cuando por primera vez los recorría tratando de averiguar hasta donde llegaban, donde terminaban, cuál era su final, qué se escondía al término de aquel camino entre el río y el Monte, de aquella vereda más allá del Plantío que parecía perderse en la Sierra, de aquella senda que parecía inacabable, demasiado lejana para ser explorada por una mente infantil en la que bullía el afán de descubrir, de conocer, de llegar más lejos cada día en busca de lo desconocido, de todo aquello que la vista era capar de abarcar.
Y llegó un día en que no quedó ningún nuevo camino por explorar, incluido el que llegaba a la casa del monte,  tan enigmática, tan sola, allá en la lejanía, visible desde el pueblo, en una hondonada a modo de pequeño valle entre dos crestas del monte. Había que atravesar el río por el puente del Molino y penetrar en el bosque de encinas y robles hasta llegar a la solitaria casa. El camino de la Fresneda, de Santa Marta, del Rebollar, todos se despojaron del misterio con el que los había arropado, y a los que ahora, muchos años después, vuelvo a recorrerlos uno a uno, deleitándome en el profundo y revelador silencio que me acompaña, dejando aflorar los múltiples recuerdos que a cada paso acuden a esta mente ya madura, que no renunciará jamás a rememorar los años de infancia, recorriendo estos hermosos lugares que a ella nos devuelven en un mágico y maravilloso viaje al período de la infancia.
Mi madre, a quien como a mi padre, tanto echa de menos el niño que siempre habitará en mí, solía cantar una canción cuyos primeros versos comenzaban así: Por el camino verde / Camino verde que va a la ermita / Las flores se han secado / Las Azucenas están marchitas.
 Sirva este recuerdo de agradecido homenaje hacia ellos, con quienes tantas veces recorrí esos añorados caminos.

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