No confío excesivamente ni en
la psicología ni en la psiquiatría, aunque ambas disciplinas gozan de todos mis
respetos, y menos aún en los consejeros espirituales, sean de la confesión que
fueren, pues los considero representantes de la ciencia ficción que chocan
frontalmente con mi ferviente e irreverentemente agnosticismo – a la hora de
contarle mis cuitas de todo tipo, que son muchas y variadas, unas confesables,
con perdón, y otras menos, pero todas ellas al alcance de cualquiera que desee
escucharme, y nadie mejor que esos admirables y respetados profesionales de las
friegas y amasamientos varios que hacen las delicias de quien con gozo y
fruición disfrutan plena y displicentemente de esos deliciosos frotamientos que
hacen maravillas con el cuerpo y si me lo permiten, hasta con ese alma al que
yo su lugar niego.
Y es que todo un mes de
sesiones, de lunes a viernes, a razón de media hora en contacto directo, nunca
mejor dicho, con tu masajista favorito - ya me gustaría a mí saber si incurro
en incorrección manifiesta al hablar de masajista / masajisto, pues el
corrector ortográfico me dice que nos es válido, aunque bien pensado, sólo es
una máquina, así que qué sabrá ella – dado el hecho de que si lo deseas puedes
elegir, aunque no siempre, y en todo caso, pienso que las manos femeninas, en
cualquier caso, pero más en estos menesteres, son infinitamente más delicadas y
sutiles a la hora de llevar a cabo un trabajo tan primorosamente grato a los
sentidos – espero no estar enfangándome en terrenos algo pantanosos – pero la
experiencia así me lo dicta, dado el hecho de que mis problemas musculares me
obligan con frecuencia a recurrir a este placer de dioses que desde tiempos
inmemoriales disfrutamos los mortales.
Día tras día, sometido al dulce
acoso de esas manos, surge inevitablemente la espontánea charla que comenzará
sin duda por el origen de la contractura, la lumbalgia o el inoportuno dolor
que allí te ha llevado y que el primer día no dará para mucho más, hasta que
con el tiempo, la charla se irá abriendo camino por otros derroteros, que puede
ser, cómo no, el tiempo, que nos puede llevar al que hacía el fin de semana en
su pueblo, allá en la sierra, en la provincia de Segovia; no me digas, de allá
soy yo también; y sí, claro que lo conozco, de hecho el mío no está muy lejos,
qué casualidad.
Y a partir de entonces, se
entabla una amistad que nos lleva a una conversación permanente durante la
media hora de cada día y que se aplaza hasta el día siguiente, en que un nuevo
tema, quizás esta vez de la situación general del País, de lo mal que están las
cosas, del paro, de la corrupción, de lo afortunados que somos al tener un
empleo con el tremendo paro que hay, de lo angustiada que está la gente, de los
que conocemos en esa situación, lo cual nos lleva a entrar en los detalles del
trabajo que cada uno lleva a cabo, de los horarios, de los hijos, del ritmo
frenético de vida que llevamos y así van surgiendo los temas.
Poco a poco se amplían los
contenidos de las charlas, allí entre las cuatro paredes del pequeño cuarto,
con la camilla como testigo de tantas confidencias más o menas sinceras, más o
menos obligadas o espontáneas, pero siempre en un ambiente de relajación que las
facilita y las hace más llevaderas, incluso en ocasiones únicas e irrepetibles,
que solamente allí se exteriorizan, llevados sin duda por el agradable estado
de laxitud latente, convirtiéndose así el sufrido fisioterapeuta en el
sustituto ideal del psicólogo o del psiquiatra, con la ventaja de que las
confidencias se ven favorecidas por la confianza que nos inspira quien no sólo
nos concede el beneficio del placentero masaje, sino de la solícita paciencia
de quien sabe escuchar.
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