martes, 19 de febrero de 2013

CHARLAS CON MI FISIOTERAPEUTA

No confío excesivamente ni en la psicología ni en la psiquiatría, aunque ambas disciplinas gozan de todos mis respetos, y menos aún en los consejeros espirituales, sean de la confesión que fueren, pues los considero representantes de la ciencia ficción que chocan frontalmente con mi ferviente e irreverentemente agnosticismo – a la hora de contarle mis cuitas de todo tipo, que son muchas y variadas, unas confesables, con perdón, y otras menos, pero todas ellas al alcance de cualquiera que desee escucharme, y nadie mejor que esos admirables y respetados profesionales de las friegas y amasamientos varios que hacen las delicias de quien con gozo y fruición disfrutan plena y displicentemente de esos deliciosos frotamientos que hacen maravillas con el cuerpo y si me lo permiten, hasta con ese alma al que yo su lugar niego.
Y es que todo un mes de sesiones, de lunes a viernes, a razón de media hora en contacto directo, nunca mejor dicho, con tu masajista favorito - ya me gustaría a mí saber si incurro en incorrección manifiesta al hablar de masajista / masajisto, pues el corrector ortográfico me dice que nos es válido, aunque bien pensado, sólo es una máquina, así que qué sabrá ella – dado el hecho de que si lo deseas puedes elegir, aunque no siempre, y en todo caso, pienso que las manos femeninas, en cualquier caso, pero más en estos menesteres, son infinitamente más delicadas y sutiles a la hora de llevar a cabo un trabajo tan primorosamente grato a los sentidos – espero no estar enfangándome en terrenos algo pantanosos – pero la experiencia así me lo dicta, dado el hecho de que mis problemas musculares me obligan con frecuencia a recurrir a este placer de dioses que desde tiempos inmemoriales disfrutamos los mortales.
Día tras día, sometido al dulce acoso de esas manos, surge inevitablemente la espontánea charla que comenzará sin duda por el origen de la contractura, la lumbalgia o el inoportuno dolor que allí te ha llevado y que el primer día no dará para mucho más, hasta que con el tiempo, la charla se irá abriendo camino por otros derroteros, que puede ser, cómo no, el tiempo, que nos puede llevar al que hacía el fin de semana en su pueblo, allá en la sierra, en la provincia de Segovia; no me digas, de allá soy yo también; y sí, claro que lo conozco, de hecho el mío no está muy lejos, qué casualidad.
Y a partir de entonces, se entabla una amistad que nos lleva a una conversación permanente durante la media hora de cada día y que se aplaza hasta el día siguiente, en que un nuevo tema, quizás esta vez de la situación general del País, de lo mal que están las cosas, del paro, de la corrupción, de lo afortunados que somos al tener un empleo con el tremendo paro que hay, de lo angustiada que está la gente, de los que conocemos en esa situación, lo cual nos lleva a entrar en los detalles del trabajo que cada uno lleva a cabo, de los horarios, de los hijos, del ritmo frenético de vida que llevamos y así van surgiendo los temas.
Poco a poco se amplían los contenidos de las charlas, allí entre las cuatro paredes del pequeño cuarto, con la camilla como testigo de tantas confidencias más o menas sinceras, más o menos obligadas o espontáneas, pero siempre en un ambiente de relajación que las facilita y las hace más llevaderas, incluso en ocasiones únicas e irrepetibles, que solamente allí se exteriorizan, llevados sin duda por el agradable estado de laxitud latente, convirtiéndose así el sufrido fisioterapeuta en el sustituto ideal del psicólogo o del psiquiatra, con la ventaja de que las confidencias se ven favorecidas por la confianza que nos inspira quien no sólo nos concede el beneficio del placentero masaje, sino de la solícita paciencia de quien sabe escuchar.

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