Recuerdo haber visto una
película, por otra parte muy conocida y de notable éxito, en la que el protagonista,
cuando se narra su época de niño, siempre aparece corriendo por las calles de
su ciudad, siempre volando para hacer los recados, para ir al colegio, para ir
a su casa, para cualquier desplazamiento, y cómo los viejos sentados en sus
tumbonas a la puerta de su casa, comentan entre ellos el hecho de que nunca lo
viesen andando. Más adelante, ya en su época de juventud y dado el hecho de que
continuaba con la misma actitud, pudieron al fin preguntarle el motivo de andar
siempre con tanta prisa, a lo que él respondió con la ingenuidad y sinceridad
propias de quien no anda sobrado de muchas luces – y así se le caracteriza en la película –
“no lo sé, pero la verdad es que después de tanto correr durante tantos años,
no he visto que llegara a ningún sitio”.
Ingenuo y sabio al mismo
tiempo, ya que sin saberlo ni por supuesto pretenderlo, había expresado una
verdad rotunda, casi un axioma, una expresión nada falaz, ni vacía, ni mucho
menos ausente de contenido, sino una auténtica declaración filosófica de
intenciones llevada a cabo por alguien que no la expresa después de una
detenida y profunda reflexión, ni es el resultado de una transmisión de una
frase de un texto por él conocido. Es el fruto de la naturalidad, la frescura y
la espontaneidad de quien dice lo que piensa, sin apoyarse en frases hechas.
Y sin embargo acierta
plenamente, lo considero así y de este modo lo entiende tanta gente que tiende
a rechazar el absurdo y vertiginoso ritmo de vida a la que nos somete esta
sociedad que se conduce de una manera tal que parece que ha de llegar a su
destino antes de salir del origen, que cada segundo perdido es una eternidad
irrecuperable, todo un mundo perdido, por el que nos lamentamos de inmediato de
una forma imprudentemente irreflexiva, sin mediar meditación alguna.
Considero que no incurre en el
absurdo quién así piensa, aquel que desearía bajar el listón harto ya de sobrepasarlo y reducir la
celeridad con la que nos movemos y manifestamos y reposar nuestros actos mirando
un poco más hacia el interior de nosotros mismos y así, cerrando los ojos y
aislándonos del mundo que nos rodea, aunque sea brevemente, aunque sólo sea por
un instante, alejarnos del mundanal ruido que nos devora cada día, con la ayuda
de los prodigiosos y a menudo mal empleados medios tecnológicos de comunicación
que están logrando que nos alejemos cada vez más de nosotros mismos, a base de
permanecer en constante y pertinaz contacto
con los demás.
Hacer largas caminatas mientras
analizamos nuestra arqueología interior, conversar sin prisa, contar historias
alrededor del fuego, observar con mucha atención, durante mucho tiempo, cómo se
mueve la hoja de un árbol, o de qué forma pasa el viento sobre la hierba,
porque ahí está la verdadera información, la verdadera noticia que es el
misterio del mundo. Pertenecen estas sabias, relajadas y afortunadas palabras
que ilustran este párrafo, al escritor Jordi Soler, y que reflejo aquí, porque
las hago totalmente mías, ya que con ellas me identifico plenamente.
Posiblemente hayamos ido
demasiado deprisa, sin tiempo apenas para meditar adonde nos conduce tan
desenfrenado viaje. La verdad es que es difícil que con este infernal ritmo de
vida, la mayoría de la gente pueda permitirse el lujo de pararse a meditar
sobre el tema que nos ocupa. Ustedes mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario