Es de aceptación general que la
historia miente con relativa frecuencia, que los relatos que hoy leemos sobre
tiempos pasados remotos, por muy documentados que estén, y generalmente no lo
están en su mayoría, salvo los muy próximos, están viciados y tergiversados a
la hora de transmitirlos a la posteridad, bien por sus observadores directos,
bien por quienes estaban encargados de ponerlos en conocimiento de las
generaciones futuras, con el objeto de dar a conocer la versión más acorde a
sus oscuros intereses, la cual los dejaría, en unos casos en mejor lugar, en
otros dándole un giro completo al inconfesable suceso, al bochornoso desastre,
al inmoral, vergonzoso y deshonroso hecho, cuando no a la ocultación más
cicatera y falsa del humillante desastre.
Esta concepción de la historia
no es patrimonio exclusivo de tiempos pasados que hoy podemos leer en los
libros y documentos que nos legaron nuestros antepasados, sino que está
sucediendo ahora mismo, con la historia que vivimos y escribimos cada día, que
pese a estar apoyada por los modernos medios técnicos de comunicación, continúa
exactamente igual que en el pasado, es decir, cada uno cuenta la historia como
le interesa, apoyándose precisamente en esos medios tecnológicos que se prestan
tanto para afirmar la verdad convirtiéndola en incontrovertible, como para
falsear, tergiversar y cambiarla al antojo del emisor correspondiente que
genera la notica. Nos hará ver lo que él considere que debemos ver.
No hacemos referencia solamente
a los hechos históricos, sino a los personajes que formaron parte de ellos, de
los cuales fueron protagonistas, bien principales, bien secundarios, de los
cuales jamás conoceremos la verdad, salvo de aquellos, muy pocos, que a base de
investigación, pese a la poca documentación existente, y de un ímprobo esfuerzo
por conocer la verdad, se ha llegado a conocer su auténtica trayectoria vital e
histórica, verdad que en la mayoría de los casos suele empeorar la figura
idílica que nos habíamos formado del personaje, emborronando y empobreciendo su
imagen hasta el extremo de dejarla irreconocible a nuestros incrédulos ojos.
Soy un apasionado de la
historia que procura mantener una pertinaz y perpleja distancia de cuanto leo
sobre el tema, con una actitud permanente de análisis discriminatorio, siempre
a la defensiva, salvo en determinados y honrados casos que me ofrecen toda la
confianza y verosimilitud histórica contrastada, con los cuales disfruto, en la
casi total seguridad, con las oportunas reserva, de que lo narrado corresponde
a la realidad, merced a una seria y exhaustiva investigación y apoyo documental
de los hechos tratados.
Hablamos de bibliografía, de la
narración histórica plasmada en los libros, en papel, no de su tratamiento en
documentales y sobre todo, en el cine, donde los personajes adquieren una
realidad material, un aspecto humano, a quienes se les hace hablar, moverse,
gesticular y expresar emociones y sentimientos, que casi con toda seguridad,
sobre todo si pertenecen a épocas remotas, no se corresponden en absoluto con
los personajes a los que se da vida en la ficción.
He seguido parcialmente la
serie televisiva sobre Isabel la Católica. Existen retratos y descripciones de
la Reina que han llegado hasta nosotros y que desmienten absolutamente el aspecto
con la que nos la presentan. Era baja de estatura, con un rostro no muy
agraciado, algo regordeta y con unos labios finos, pequeños y pronunciados que
le daban un aspecto característico que nos es familiar desde los estudios de
bachillerato, y que en nada se corresponden con la actriz que da vida al
personaje, una joven agraciada, joven y esbelta, que en nada se asemeja a
Isabel de Castilla.
Me resulta harto complicado
admitir que el comportamiento y la soltura con el que se desenvuelven los
émulos de lsabel y Fernando, ella con un
desparpajo y una actitud cuasi liberal que no se corresponde con la Isabel
severa, fría y calculadora, fanática religiosa, que no dudó en expulsar a los
judíos de España en lo que constituyó una tremenda intolerancia, error
histórico donde los haya, decisión que tomó junto con su esposo Fernando, al
que presentan en la serie siempre sonriente, alegre y dicharachero, cuando lo
más seguro es que mantuviera una actitud más grave y austera, en definitiva,
más seria, más egregia.
Afortunadamente los escenarios
donde se desarrollaron los hechos, y me refiero sobre todo a los de la hermosa
ciudad de Segovia, que son los que conozco, se corresponden fielmente con la
realidad, lo cual resulta al menos tranquilizador. Allí se desarrollaron en
verdad los hechos que se narran, tal como los contemplaron Isabel y Fernando.
Me sigue cabiendo la duda de si
efectivamente fue el diablo, y no los romanos, quién en una noche puso en pie
el soberbio y majestuoso Acueducto que hoy nos sigue maravillando en esta nuestra
querida ciudad de Segovia. Pero confieso que no me preocupa en exceso. Si se
hubiese atribuido su origen a los infieles árabes, quién sabe si se hubieran
hecho con él como con tantas mezquitas y edificios musulmanes en su tiempo, es
decir, sobre sus cimientos se habría edificado un templo cristiano o se habría
cubierto para evitar su pecaminosa contemplación, como tantos ejemplos podemos
contemplar hoy en día, y eso sí sería absolutamente insoportable.
Quién sabe, quizás un día haya
que proteger el Acueducto con una cristalina, limpia y purísima cubierta de
cristal con el objeto de protegerlo y que las generaciones futuras disfruten de
una joya única que nos legaron nuestros antepasados y que tenemos la obligación
de transmitir a las generaciones futuras. Con ello no estaríamos cambiando la
historia ni tergiversándola, si no intentando prolongar en el tiempo un legado
histórico absolutamente irrepetible.
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