martes, 31 de marzo de 2015

MAESTRO EN DURUELO

Mi tercer y último destino rural fue una sustitución por unos meses, allí dónde no podía imaginar: Duruelo, el donde nací. Un pequeño y encantador pueblo situado al pié de la sierra de Somosierra, no lejos de Sepúlveda y muy cerca de las Hoces de Duratón. Me hospedé en el mejor sitio posible, que conocía muy bien y dónde me sentí como si en mi propia casa estuviera: en la de mis tíos Fabiana y Virgilio, a dos pasos de la casa donde nací.
Difícil de expresar los sentimientos que te embargan cuando vuelves como maestro al lugar donde naciste. Fue una breve pero hermosa experiencia que recuerdo con una particular nostalgia. Al contrario que en los pueblos anteriores, el número de niños era muy pequeño. Creo recordar que eran ocho ó nueve, máximo diez. Nos sentábamos en círculo alrededor de la estufa situada en el centro de la escuela, al lado de la hermosa iglesia que Duruelo posee, junto a las eras, y con la soberbia estampa de la sierra que preside el horizonte.
Y así pasábamos los ratos aprendiendo mutuamente. Dictados, cálculo, caligrafía, ortografía y lectura. Instrumentos básicos para el aprendizaje y que hoy han quedado totalmente relegados y que yo practiqué con asiduidad con mis alumnos. Teníamos tiempo para todo, por lo que dediqué el máximo posible a la lectura de los pocos libros de los que disponía la escuela, así como al cuidado de una ortografía hoy olvidada.
Como es lógico, todo para mí era absolutamente familiar. En el bar del tío Santos - no es que fuera familia mía, sino que tenemos la costumbre de designar con ese título familiar a todos los vecinos, como la tía María, mi querida madre y el tío Marcelo, mi padre -  nos reuníamos la maestra, el cura, que pese a mi agnosticismo, reconozco que era una persona cordial y sobre todo muy abierta, y los jóvenes y menos jóvenes del pueblo, para charlar, tomar unas cañas y echar una partida de cartas. Nos íbamos a Sepúlveda de vez en cuando y los fines de semana a mi casa en Hontalbilla que es donde vivían mis padres.
Fueron apenas cuatro ó cinco meses en los que no hubo lugar para el aburrimiento. Los mejores momentos, sin lugar a dudas los pasé con mi tío Virgilio. Era una de esas personas dotadas de una inteligencia natural que como tantas otras en aquellos tiempos no tuvieron ocasión de desarrollar, cultivar y demostrar sus numerosas aptitudes.
 Poseía un sentido del humor y una prodigiosa memoria tales, que cuando los desplegaba en momentos en que nos reuníamos mayores y pequeños con motivo del esquileo de las ovejas, la matanza que duraba tres o cuatro días y las fiestas, lograba cautivar al auditorio con sus historias y chascarrillos de sus tiempos de mozo. Cuando se juntaban mi tío y mi padre, la diversión y las risas estaban aseguradas. Empezaban y no paraban. Podían estar horas alternándose en los relatos, algunas inventados, y otros, la mayoría, absolutamente ciertos, con una gracia y un estilo muy peculiares que deleitaban al nutrido auditorio.
 Algunas historias eran realmente gamberras, otras simpáticas y otras incalificables, como las pesadas bromas a las que sometían a los recién casados. Prefiero obviar éstas y citar una que ahora recuerdo: estando en la fiesta de Perorrubio, un pueblecito próximo, amenizada como de costumbre por la dulzaina y el tambor, los mozos de Duruelo decidieron que el baile en la plaza había terminado, por lo que le quitaron la dulzaina y la escondieron en un muro de piedra de una cerca aledaña. Naturalmente tuvieron que salir del pueblo por piernas.
Mi madre me contaba que su padre, mi abuelo Pablo que a la sazón era el panadero del pueblo, llevaba el pan en un borrico con las alforjas llenas a los pueblos de la sierra. En el puerto de Somosierra se libraban algunas escaramuzas entre los dos bandos durante la guerra civil. Mi abuelo nunca tuvo problemas para cruzar el puerto. Ambos contendientes siempre le dejaron pasar sin problemas.
Cuantos buenos ratos pasé con mi tío Virgilio en la llamada “casa de los pobres”, que no era sino el cocedero, es decir, una pequeña casita situada delante de la casa que albergaba el horno de cocer el pan y de asar el famoso y suculento cordero asado segoviano. Nos sentábamos al amor de la lumbre baja que encendían en la base de la entrada del horno, donde asábamos unas deliciosas patatas. Encendíamos nuestros respectivos cigarros, él su picado ó caldo que liaba con extrema habilidad y yo mis ducados, y comenzábamos una animada charla que podía llevarnos horas.
Mi tío siempre tuvo un talante liberal y republicano. Me hablaba de las tempestuosas sesiones de las Cortes Republicanas, relatándome hechos concretos e intervenciones de los diputados que en algunas ocasiones casi llegan a las manos. Citaba hechos, fechas, lugares y nombres, cuyo conocimiento me causaba asombro. Yo, habiendo estudiado la historia de ese tiempo, no sabía ni la mitad que él. Él era el maestro y yo el alumno.
Mi más profunda gratitud a mi tía Fabiana, que tan bien me cuidó y a mi tío Virgilio con quien tantos buenos ratos pasé y que tanto me enseñó y a toda la buena gente de Duruelo. Dejé con tristeza mi pueblo, el último destino rural de mi periplo de casi dos años por tierras de mi querida Segovia, al que pocos años después regresaría con mis padres para establecernos allí definitivamente donde nacimos y pasamos nuestros primeros años de infancia.

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