miércoles, 25 de marzo de 2015

MI MUY MEJOR AMIGA

Acabamos de conocernos. Me recibe en un espacio que le pertenece, que es suyo por derecho propio y por una antigüedad indiscutible a su favor. Allí yo soy ahora un intruso que invade unos dominios que seguramente no está ni dispuesta, ni mucho menos encantada de compartir. Me tolerará, y posiblemente no me permitirá la menor confianza hasta que asimile que alguien extraño, que acaba de entrar en su mundo, pasará a engrosar el listado de los que de ahora en adelante habrá de acostumbrarse a ver por allá, y cómo no, a esperar de ellos sus carantoñas, sus mimos y las consabidas y empalagosas frases a ella dirigidos, siempre las mismas, siempre con ese tonillo estúpido e infantil que no variará con el tiempo.
Me pongo en cuclillas, a su altura, y me mira con un aire displicente, que tiene algo de insolente suficiencia y algo de indiferencia consciente que no sé si calificarlo de arrogancia o de una simpática chulería, que me agrada y me desconcierta al mismo tiempo. Le coloco una mano bajo la barbilla y la otra sobre su peluda cabecita, al tiempo que se la levanto ligeramente con la intención de poder visualizar unos ojillos que adivino, pero que se mantienen ocultos tras una leve cortina de suave y delicado pelo que cubren y protegen unos ojos negros, que tal como imaginaba, me miran con una mezcla de apatía, suficiencia y tranquila y reposada quietud, que consiguen arrancar de mí una sonrisa y una delicada expresión de reconocimiento hacia una preciosa criatura, que no retira su mirada, que me escruta y me analiza sutil y relajadamente.
Se trata de una encantadora perrilla, Kitty, de raza Shih Tzu (perro león), de origen tibetano. El Dalai Lama los entregaba a la familia real china en señal de buenaventura y buena suerte, la misma que le proporciona a su muy mejor amigo con el que todos los días sale a pasear, a disfrutar un buen rato en una paz y una armonía que ambos agradecen. Cautivadora y delicada, parece una bola de algodón peludo de un color mitad blanco mitad marrón, donde apenas se dejan entrever dos preciosos ojillos negros, que rezuman una serenidad tranquila y quieta que no deja indiferente a nadie.
Una pizca de león, varias cucharaditas de conejo, un par de onzas de un viejecito chino, un gramo de pilluelo, una cucharada de mono, un sellito de bebé, y otra pizca de osito de peluche. Así reza una de las muchas descripciones que pueden leerse acerca de este simpático animalillo, que hace las delicias de quién tiene la suerte de contemplarlo de cerca, de pegar tu mirada a la suya y contemplar su tranquila y firme serenidad que te contagia, mientras parece estudiarte sin el menor atisbo de que ello esté teniendo lugar, porque lo lleva a cabo con tal sutileza, con tal firmeza y seguridad, que te descoloca y te obliga a exhibir una espontánea sonrisa ante tan cándido y simpático ser, tan pequeño, tan menudo y afable, que enamora a primera vista a todo aquel que tiene el placer de compartir su tiempo.
Entender y comprender estos sentimientos hacia estos maravillosos animales, sólo será posible si se es capaz de amarlos, de quererlos, de sentir por ellos una ínfima parte del cariño que ellos nos profesan. Sólo se puede entender, cuando se ha establecido la intensa y profunda relación de amistad que puede llegar a existir entre una persona y un animal, y, más en concreto con un perro, capaz de dártelo todo, absolutamente todo, con una fidelidad y un amor inmensos. Y todo ello, sin pedirte nada a cambio.
 Les basta con una caricia, una sonrisa, una palabra amable y te devuelven ese gesto multiplicado por mil. Nos parten el corazón cuando nos dejan, y su pérdida puede sumirte en la angustia, desazón, tristeza, soledad y desamparo, como puedes llegar a sentir por la pérdida de un ser humano. Es por ello que el maltrato que sufren con frecuencia, no es sino un cruel atentado contra unos seres que como nosotros, sufren, se deprimen y gozan, que están indefensos ante los seres humanos, a los que manifiestan una fidelidad sin límites, y por quienes darían su vida sin pensarlo.
Salimos con Kitty a pasear. Mientras se prepara su muy mejor amigo, la invito a salir, a ella que está loca por hacerlo, por pisar la calle. Una y  otra vez la animo, la incito a ello. Me mira, y lo hace fijamente con sus lindos ojillos apenas perceptibles tras la mata de pelo, pero no se mueve, se queda inmutable, serena, esperando. Apenas llega su amigo, se mueve de inmediato y alegremente salimos.
Después del alegre y reconfortante paseo, bajo una fina y pertinaz lluvia, entramos a tomar algo en un bar. Kitty se queda fuera, junto a la puerta, esperando pacientemente, sin protestar. Pasa más de una hora. Nos levantamos y nos damos cuenta en ese momento que ni siquiera le hemos echado un vistazo. Casi nos habíamos olvidado de ella. Se alegra al vernos de nuevo, pero apenas manifiesta impaciencia, enfado o malestar. Ni una palabra. Terminamos el paseo y me despido de ella. Le levanto la cabecita y la miro a los ojos. Me mira con la serena expresión de siempre, aunque ahora me parece atisbar un ligero brillo diferente, más cálido y confiable en su mirada. Diría que han nacido dos nuevos amigos.

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