martes, 31 de marzo de 2015

MAESTRO EN MORAL DE HORNUEZ

Corría el año setenta y cuatro, cuando con un año ya de experiencia a mis espaldas, este maestro de escuela se dirigió a su segundo pueblo, Moral de Hornuez, en las proximidades de Riaza, camino de Montejo y Aranda de Duero. Allí me dirigí desde Hontalbilla, adonde vivía entonces, atravesando Cantalejo y Sepúlveda a través de las serpenteantes curvas desde donde se divisa esta preciosa villa, para llegar a Boceguillas desde donde enfilé una carretera que terminaba donde empezaba un camino de tierra cubierto de agua y barro que consiguió el milagro de cambiar el color claro del sufrido seiscientos por otro de tono indescifrable que lo dejó irreconocible.
Por fin, y de improviso, apareció Moral de Hornuez, hundido en un valle-hondonada. Se accedía por una  pendiente por la que con el tiempo y sobre todo en invierno habrían de empujarme mis alumnos para poder superarla y regresar a casa los fines de semana. Las escuelas estaban situadas en la cima de un cerro, en la parte más alta del pueblo. El viento silbaba allí de una manera feroz. Los días de tormenta eran auténticamente épicos con el aire y la lluvia azotándolo todo.
Como no, la maestra tenía en una escuela a las niñas y el maestro a los niños de todas las edades y de todos los cursos. Como así nada positivo se podía conseguir, llamé a la Inspección de Segovia y logré el permiso para quedarme con los chicos y chicas mayores y la maestra con las chicas y chicos menores.  Un logro del que aún hoy me sorprendo que pudiera conseguir. De esta manera, logré la integración de niños y niñas y, por supuesto, una mayor consecución de objetivos al reducir a la mitad el número de cursos.
El panorama que me encontré, una vez tomé posesión de mi escuela, fue descorazonador. Los niños llevaban un tiempo sin maestro y cuando lo tenían duraba poco tiempo, algo que entendí, debido a las durísimas condiciones con las que tenían que enfrentarse y que tuve ocasión de comprobar. Innumerables maestros y maestras rurales han vivido situaciones terribles en pueblos y aldeas olvidados por la mano de Dios y de los hombres.
Nadie quería alojar al maestro. El problema era la falta de un espacio con las condiciones mínimas necesarias, pero al final lo conseguí. La habitación era muy pequeña, húmeda y oscura. No había cuarto de baño, así que el corral donde estaban los animales, ocupaba su lugar, así que a la hora de llevar a cabo las necesidades básicas, debía hacerlas postrado entre los animales con los que a la fuerza trabé una singular amistad forzados ambos por la particular y comprometida situación.
No disponía del menor espacio para mí y tampoco había una triste tasca donde ir a pasar el rato,  así que pasaba el tiempo en la escuela. Tenía gloria, y como afortunadamente aún irradiaba calor por la tarde, me sentaba en el suelo, me cubría con un abrigo, y así soportaba los días de crudo invierno para soportar el intenso frío mientras el viento más que silbar, vociferaba a mi alrededor en la colina dónde estaba situada la escuela. La otra alternativa era la reducida cocina de la casa.
La señora era muy atenta y siempre me atendió lo mejor que pudo dentro de las limitaciones que ofrecía la casa. Con el marido mantenía de vez en cuando unas discusiones que me dejaban agotado. El hombre no poseía cultura alguna, pero hablaba de todo sin el menor pudor. Mantenía que el infierno estaba en el centro de la tierra por el hecho de que la temperatura aumenta con la profundidad. Como el centro de la tierra estaba a gran distancia de la superficie, la conclusión era que allí tenía instalado Lucifer sus aposentos. Apenas me molesté en hablarle del grado geotérmico. No conseguí llegar a convencerle. Pese a todo, era una buena persona.
Con el paso del tiempo trabé amistad con el Secretario del Ayuntamiento que casualmente conocía a mi padre por ser compañeros de profesión  y con quien al menos, los días que tenía secretaría pasaba a charlas con él. Más adelante abrieron un pequeño bar y allí nos reuníamos el secretario, el médico y yo los días que coincidíamos. Fue un alivio.  Me invitaban con frecuencia a unas opíparas meriendas que tenían lugar en las bodegas que todos los vecinos tenían excavadas en el suelo en unos túneles que desembocaban en una galería final donde se encontraban las cubas de vino. Nos sentábamos y preparaban el escabeche y el chorizo que llevaban y lo regábamos con el vino extraído directamente de los toneles.
En un pueblo de las proximidades, Montejo, pueblo más grande que Moral de Hornuez, la Corporación Municipal me invitó a un auténtico festín que consistía en una excelente chuletada que preparaban en el exterior de la bodega para a continuación pasar a la misma para degustarlas allí con el vino de los toneles. Más que halagado, me sentía abrumado – tendría yo veintitrés años - El maestro era alguien a quien consideraban y respetaban profundamente. Sin lugar a dudas eran otros tiempos. Buenos ratos que recuerdo con profundo agradecimiento hacia aquellas gentes.
De vez en cuando me acercaba a Aranda de Duero por una infame carretera que terminaba en un pinar donde se convertía en un camino que conectaba con la carretera nacional. Siempre que iba, pasaba antes por la casa del Sr. Alcalde, una excelente persona que casi siempre se venía conmigo. Me hacía compañía y de paso se ocupaba de sus gestiones y de los encargos que le hacían. Conocí a la maestra de un pequeño pueblo cercano al mío, que aunque parezca imposible, se encontraba en peores condiciones aún que yo. Nos consolamos mutuamente con algunos escarceos allende los pinares. Lástima que fuera al final de mi estancia por aquellos lares.
Al finalizar el curso, me comunicaron de Segovia que el próximo ya no continuaría allí, ya que enviaban a un maestro que tenía la plaza en propiedad. Al saberlo, la corporación municipal montó en cólera. Me dijeron que de ninguna manera me iba de allí. Como yo tenía que ir a Inspección a Segovia, se vino conmigo el Alcalde y una delegación del Ayuntamiento. Hablaron exponiéndoles el problema que habían tenido hasta entonces con los maestros y adujeron que ya que uno les había durado un curso, de ninguna manera iban a permitir que me fuera. Naturalmente les dijeron que eso era imposible y ahí terminó mi estancia en Moral de Hornuez. Mis mejores recuerdos y agradecimientos hacia aquellas buenas gentes.

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