Corría el año setenta y cuatro, cuando con un año ya
de experiencia a mis espaldas, este maestro de escuela se dirigió a su segundo
pueblo, Moral de Hornuez, en las proximidades de Riaza, camino de Montejo y
Aranda de Duero. Allí me dirigí desde Hontalbilla, adonde vivía entonces,
atravesando Cantalejo y Sepúlveda a través de las serpenteantes curvas desde
donde se divisa esta preciosa villa, para llegar a Boceguillas desde donde
enfilé una carretera que terminaba donde empezaba un camino de tierra cubierto
de agua y barro que consiguió el milagro de cambiar el color claro del sufrido
seiscientos por otro de tono indescifrable que lo dejó irreconocible.
Por fin, y de improviso, apareció Moral de Hornuez,
hundido en un valle-hondonada. Se accedía por una pendiente por la que con el tiempo y sobre
todo en invierno habrían de empujarme mis alumnos para poder superarla y
regresar a casa los fines de semana. Las escuelas estaban situadas en la cima
de un cerro, en la parte más alta del pueblo. El viento silbaba allí de una
manera feroz. Los días de tormenta eran auténticamente épicos con el aire y la
lluvia azotándolo todo.
Como no, la maestra tenía en una escuela a las niñas
y el maestro a los niños de todas las edades y de todos los cursos. Como así
nada positivo se podía conseguir, llamé a la Inspección de Segovia y logré el
permiso para quedarme con los chicos y chicas mayores y la maestra con las
chicas y chicos menores. Un logro del
que aún hoy me sorprendo que pudiera conseguir. De esta manera, logré la
integración de niños y niñas y, por supuesto, una mayor consecución de
objetivos al reducir a la mitad el número de cursos.
El panorama que me encontré, una vez tomé posesión
de mi escuela, fue descorazonador. Los niños llevaban un tiempo sin maestro y
cuando lo tenían duraba poco tiempo, algo que entendí, debido a las durísimas
condiciones con las que tenían que enfrentarse y que tuve ocasión de comprobar.
Innumerables maestros y maestras rurales han vivido situaciones terribles en
pueblos y aldeas olvidados por la mano de Dios y de los hombres.
Nadie quería alojar al maestro. El problema era la
falta de un espacio con las condiciones mínimas necesarias, pero al final lo
conseguí. La habitación era muy pequeña, húmeda y oscura. No había cuarto de
baño, así que el corral donde estaban los animales, ocupaba su lugar, así que a
la hora de llevar a cabo las necesidades básicas, debía hacerlas postrado entre
los animales con los que a la fuerza trabé una singular amistad forzados ambos
por la particular y comprometida situación.
No disponía del menor espacio para mí y tampoco
había una triste tasca donde ir a pasar el rato, así que pasaba el tiempo en la escuela. Tenía
gloria, y como afortunadamente aún irradiaba calor por la tarde, me sentaba en
el suelo, me cubría con un abrigo, y así soportaba los días de crudo invierno
para soportar el intenso frío mientras el viento más que silbar, vociferaba a
mi alrededor en la colina dónde estaba situada la escuela. La otra alternativa
era la reducida cocina de la casa.
La señora era muy atenta y siempre me atendió lo
mejor que pudo dentro de las limitaciones que ofrecía la casa. Con el marido
mantenía de vez en cuando unas discusiones que me dejaban agotado. El hombre no
poseía cultura alguna, pero hablaba de todo sin el menor pudor. Mantenía que el
infierno estaba en el centro de la tierra por el hecho de que la temperatura
aumenta con la profundidad. Como el centro de la tierra estaba a gran distancia
de la superficie, la conclusión era que allí tenía instalado Lucifer sus
aposentos. Apenas me molesté en hablarle del grado geotérmico. No conseguí
llegar a convencerle. Pese a todo, era una buena persona.
Con el paso del tiempo trabé amistad con el
Secretario del Ayuntamiento que casualmente conocía a mi padre por ser
compañeros de profesión y con quien al
menos, los días que tenía secretaría pasaba a charlas con él. Más adelante
abrieron un pequeño bar y allí nos reuníamos el secretario, el médico y yo los
días que coincidíamos. Fue un alivio. Me
invitaban con frecuencia a unas opíparas meriendas que tenían lugar en las
bodegas que todos los vecinos tenían excavadas en el suelo en unos túneles que
desembocaban en una galería final donde se encontraban las cubas de vino. Nos
sentábamos y preparaban el escabeche y el chorizo que llevaban y lo regábamos
con el vino extraído directamente de los toneles.
En un pueblo de las proximidades, Montejo, pueblo
más grande que Moral de Hornuez, la Corporación Municipal me invitó a un
auténtico festín que consistía en una excelente chuletada que preparaban en el
exterior de la bodega para a continuación pasar a la misma para degustarlas
allí con el vino de los toneles. Más que halagado, me sentía abrumado – tendría
yo veintitrés años - El maestro era alguien a quien consideraban y respetaban
profundamente. Sin lugar a dudas eran otros tiempos. Buenos ratos que recuerdo
con profundo agradecimiento hacia aquellas gentes.
De vez en cuando me acercaba a Aranda de Duero por
una infame carretera que terminaba en un pinar donde se convertía en un camino
que conectaba con la carretera nacional. Siempre que iba, pasaba antes por la
casa del Sr. Alcalde, una excelente persona que casi siempre se venía conmigo.
Me hacía compañía y de paso se ocupaba de sus gestiones y de los encargos que
le hacían. Conocí a la maestra de un pequeño pueblo cercano al mío, que aunque
parezca imposible, se encontraba en peores condiciones aún que yo. Nos
consolamos mutuamente con algunos escarceos allende los pinares. Lástima que
fuera al final de mi estancia por aquellos lares.
Al finalizar el curso, me comunicaron de Segovia que
el próximo ya no continuaría allí, ya que enviaban a un maestro que tenía la
plaza en propiedad. Al saberlo, la corporación municipal montó en cólera. Me
dijeron que de ninguna manera me iba de allí. Como yo tenía que ir a Inspección
a Segovia, se vino conmigo el Alcalde y una delegación del Ayuntamiento.
Hablaron exponiéndoles el problema que habían tenido hasta entonces con los
maestros y adujeron que ya que uno les había durado un curso, de ninguna manera
iban a permitir que me fuera. Naturalmente les dijeron que eso era imposible y
ahí terminó mi estancia en Moral de Hornuez. Mis mejores recuerdos y
agradecimientos hacia aquellas buenas gentes.
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