Nos miramos en el espejo de vez
en cuando, tanto más cuanto más nos alejamos de nuestros orígenes, de nuestros
comienzos, de aquella infancia tan añorada, tan lejana, tan imposible de
recobrar, como de retroceder en un tiempo, cuya flecha apunta indefectible e
ineludiblemente hacia adelante, sin posibilidad de retornar, de volver, de
recuperar el tiempo pasado, que sabemos irrecuperable.
Al mismo tiempo, comprobamos
cómo el futuro se nos antoja demasiado próximo e inmediato, a la vuelta de la
esquina, sin tiempo para poder visualizarlo a largo plazo, que nos concede un
tiempo que se nos antoja demasiado corto, mínimo, recortado en exceso, sin
tiempo, sin una perspectiva clara y terminantemente precisa para poder seguir
mirando hacia adelante.
Qué no daría por recobrar el
tiempo perdido, aquel que ahora vemos con una claridad y nitidez absolutas y
que entonces desperdiciamos de múltiples y absurdas formas, no en la infancia,
ni en la adolescencia, ni siquiera en la juventud, dignas de disfrutar y
derrochar a raudales, sino tiempo más adelante, cuando éramos plenamente
conscientes ya de nuestro lugar en el mundo.
Y no sólo en el espacio
inmediato, próximo y cercano, en el que nos afecta cada día, sino en el que traspasa
ampliamente esas fronteras lejos de nuestro espacio vital, haciéndonos concebir
una existencia cuyas consecuencias llegan allende los mares de una consciencia
limitada por el reducido lugar en el que nos desenvolvemos, reservándonos de
paso un lugar como ciudadanos de ese mundo, al que ineludiblemente
pertenecemos, y en el que hemos de desenvolvernos a nuestro pesar.
Qué no daría por volver a vivir
los tiempos de la infancia, de recorrer de nuevo los caminos y las sendas por
las que discurrió tan hermosa e irrepetible experiencia, que pese a situarse
tan lejana en el tiempo, tan próxima tendemos a verla, tanto más cuanto más
avanzamos en esa inexorable cuarta dimensión, cuya terquedad y obcecación
absolutas nos conduce siempre hacia adelante, sin posibilidad de regresar, de
invertir la marcha, en un alocado viaje que apenas nos permite volver la vista
atrás, para en un ligero y veloz instante, contemplar los últimos pasos de un
viaje sin retorno.
Qué no estaría dispuesto a
sacrificar para poder vivir de nuevo aquella sutil y fugaz adolescencia, plena
de dudas y preguntas, de descubrimientos y emociones, así como poder repetir
los mismos errores, dudas y vacilaciones de la primera juventud, suavizándolos
y corrigiéndolos, en la medida de lo lógico y razonable que pueda tener
renunciar a algo tan humano como es la innegable capacidad de la juventud para
cometerlos, algo que es inherente a la condición humana, máxime aún en esta
etapa de la vida.
Y gozar de tantas pequeñas
cosas de las que me privé y que ahora añoro, que constituyeron una fútil y absurda decisión
que ahora sin duda corregiría, que llevaría a cabo sin dudarlo un instante, y
que las disfrutaría una y mil veces, como tantos otros placeres de la vida, al
igual que abjuraría de cuantos problemas y preocupaciones gratuitos ocuparon mi
tiempo, así como el que perdí inútilmente, bien por una negligente ligereza,
bien por simple e inexcusable comodidad, y que ahora corregiría sin dudarlo un
solo momento.
Qué no daría yo por no tener
que reconocer tantos errores, tantas ligerezas y tantas omisiones. Pero ya es
un poco tarde, demasiado para poder recuperar un tiempo que se nos escapa de
las manos, cada día, cada hora, cada segundo, en un proceso irreversible que
nos aleja cada día más de los orígenes y que nos conduce hacia el final de una
etapa irrepetible y única, que damos en llamar vida, que exige como condición necesaria
la comisión de errores, fallos y desaciertos sin cuento, sin los cuales no
sería posible transitar a través de esa experiencia única que nos permite
comprobar que simplemente somos unos entes desprovistos de algo tan poco
inherente a la naturaleza humana como es la perfección. Afortunadamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario