miércoles, 11 de marzo de 2015

QUÉ NO DARÍA YO

Nos miramos en el espejo de vez en cuando, tanto más cuanto más nos alejamos de nuestros orígenes, de nuestros comienzos, de aquella infancia tan añorada, tan lejana, tan imposible de recobrar, como de retroceder en un tiempo, cuya flecha apunta indefectible e ineludiblemente hacia adelante, sin posibilidad de retornar, de volver, de recuperar el tiempo pasado, que sabemos irrecuperable.
Al mismo tiempo, comprobamos cómo el futuro se nos antoja demasiado próximo e inmediato, a la vuelta de la esquina, sin tiempo para poder visualizarlo a largo plazo, que nos concede un tiempo que se nos antoja demasiado corto, mínimo, recortado en exceso, sin tiempo, sin una perspectiva clara y terminantemente precisa para poder seguir mirando hacia adelante.
Qué no daría por recobrar el tiempo perdido, aquel que ahora vemos con una claridad y nitidez absolutas y que entonces desperdiciamos de múltiples y absurdas formas, no en la infancia, ni en la adolescencia, ni siquiera en la juventud, dignas de disfrutar y derrochar a raudales, sino tiempo más adelante, cuando éramos plenamente conscientes ya de nuestro lugar en el mundo.
Y no sólo en el espacio inmediato, próximo y cercano, en el que nos afecta cada día, sino en el que traspasa ampliamente esas fronteras lejos de nuestro espacio vital, haciéndonos concebir una existencia cuyas consecuencias llegan allende los mares de una consciencia limitada por el reducido lugar en el que nos desenvolvemos, reservándonos de paso un lugar como ciudadanos de ese mundo, al que ineludiblemente pertenecemos, y en el que hemos de desenvolvernos a nuestro pesar.
Qué no daría por volver a vivir los tiempos de la infancia, de recorrer de nuevo los caminos y las sendas por las que discurrió tan hermosa e irrepetible experiencia, que pese a situarse tan lejana en el tiempo, tan próxima tendemos a verla, tanto más cuanto más avanzamos en esa inexorable cuarta dimensión, cuya terquedad y obcecación absolutas nos conduce siempre hacia adelante, sin posibilidad de regresar, de invertir la marcha, en un alocado viaje que apenas nos permite volver la vista atrás, para en un ligero y veloz instante, contemplar los últimos pasos de un viaje sin retorno.
Qué no estaría dispuesto a sacrificar para poder vivir de nuevo aquella sutil y fugaz adolescencia, plena de dudas y preguntas, de descubrimientos y emociones, así como poder repetir los mismos errores, dudas y vacilaciones de la primera juventud, suavizándolos y corrigiéndolos, en la medida de lo lógico y razonable que pueda tener renunciar a algo tan humano como es la innegable capacidad de la juventud para cometerlos, algo que es inherente a la condición humana, máxime aún en esta etapa de la vida.
Y gozar de tantas pequeñas cosas de las que me privé y que ahora añoro,  que constituyeron una fútil y absurda decisión que ahora sin duda corregiría, que llevaría a cabo sin dudarlo un instante, y que las disfrutaría una y mil veces, como tantos otros placeres de la vida, al igual que abjuraría de cuantos problemas y preocupaciones gratuitos ocuparon mi tiempo, así como el que perdí inútilmente, bien por una negligente ligereza, bien por simple e inexcusable comodidad, y que ahora corregiría sin dudarlo un solo momento.
Qué no daría yo por no tener que reconocer tantos errores, tantas ligerezas y tantas omisiones. Pero ya es un poco tarde, demasiado para poder recuperar un tiempo que se nos escapa de las manos, cada día, cada hora, cada segundo, en un proceso irreversible que nos aleja cada día más de los orígenes y que nos conduce hacia el final de una etapa irrepetible y única, que damos en llamar vida, que exige como condición necesaria la comisión de errores, fallos y desaciertos sin cuento, sin los cuales no sería posible transitar a través de esa experiencia única que nos permite comprobar que simplemente somos unos entes desprovistos de algo tan poco inherente a la naturaleza humana como es la perfección. Afortunadamente.

No hay comentarios: