Una fría mañana de
invierno del año setenta y tres llegué a Donhierro, un pueblecito segoviano
cuya escuela iba a ocupar como maestro. Se encontraba justo en el límite de las
provincias de Ávila, Valladolid y Segovia. Una piedra o mojón señalaba el lugar
exacto de la conjunción de las tres provincias. Sin saber qué hacer ni por dónde
empezar, me despedí de mi padre que me había llevado desde Muñoveros adónde
vivíamos entonces. Contemplé con una mezcla de nostalgia y abandono cómo se
alejaba en el seiscientos por la estrecha carretera abrumado por la
responsabilidad que me esperaba. Mi primer pueblo, con poco más de veinte años,
sin experiencia alguna y en un lugar recóndito y apartado de la meseta
castellana. Imagino que recordaría aquellos versos de Patxi Andión: Con el alma
en una nube/y el cuerpo como un lamento/llega el problema del pueblo/llega el
maestro.
Por aquel entonces las
escuelas eran unitarias, es decir, los niños en una escuela y las niñas en
otra. Desolador panorama; treinta niños para mí, el maestro y treinta para
ella, la maestra. Como Dios manda. De todos los cursos y de ocho a catorce
años. Imagino que sentiría un irrefrenable impulso de abandonar y salir
corriendo. Pero no fue así, y ahora me encanta recordar aquellos entrañables e
irrepetibles tiempos.
Recuerdo a la
perfección lo primero que hice; arreglar un cristal roto y encender la gloria,
calefacción muy extendida por entonces en las escuelas y que consistía en unos
túneles que recorrían el subsuelo. La leña se introducía por una boca de
entrada practicada en la parte posterior de la escuela, se empujaba hacia el
interior y se cerraba con una puerta metálica. Al cabo de media hora, yo y mis
expectantes e inquisitivos alumnos disfrutábamos de una agradable temperatura.
Qué recuerdos más
agradables de aquellos tiempos. Conseguí salir adelante organizando lo mejor
que pude el maremagnum de los cinco ó
seis cursos que tenía. Era el responsable único de mi escuela y de mis niños
con los que hacía excursiones frecuentes a deliciosos lugares de los
alrededores como uno próximo, muy conocido, donde se encontraban con facilidad
restos arqueológicos como puntas de flecha y otros utensilios con los que
logramos formar una estimable colección y que me permitieron impartir varias
clases de ciencias naturales al aire libre.
Fueron duras las
primeras semanas, apesadumbrado por una soledad que me sobrepasaba por
momentos. No obstante, no tardé mucho en trabar amistad con los pocos jóvenes y
menos jóvenes con los cuales y de vez en cuando, me acercaba a Arévalo, un
importante y animado pueblo situado a pocos kilómetros de Donhierro. Recuerdo
también las partidas de mus en la única tasca del pueblo. Buenas gentes,
afables siempre y a las que desde aquí, rindo testimonio de gratitud. Como
maestro estaba obligado a asistir a misa los domingos acompañado de los niños
de la escuela. Nos situábamos a ambos lados del altar mayor presidiendo la
ceremonia. Inimaginable para mí, agnóstico ya por entonces.
El maestro era toda una
institución, valorado y respetado por los niños y por los padres. Parece mentira,
pero hoy, tantos años después, se le ningunea tanto por unos como por otros.
Triste e indignante. Conservo un especial recuerdo a la patrona que me acogió
en su casa. Una señora que me trató con todo el respeto y la mayor de las
deferencias. Me abrumaba con sus cuidados y delicadas atenciones. No recuerdo
su nombre, pero agradecí y agradezco profundamente el maravilloso trato de todo
tipo que me dispensó.
Poseía una magnífica
casa en la placita del pueblo, un lujo, comparado con lo que me esperaba en el
pueblo siguiente adonde fui destinado. Como simpática anécdota, recuerdo la relacionada
con la imagen de la virgen que colgaba de la cabecera de la cama. Decidió descolgarse
y propinarme un severo golpe en la frente cuando me encontraba en pleno sueño.
Quizás decidió reconvenirme por mi falta de religiosidad.
Entrañable el curso que
pasé en Donhierro. Mi gratitud y sincero recuerdo a sus gentes, a aquellos
niños, mujeres y hombres de hoy. Fue mi primera experiencia como maestro, mi
primer pueblo. Gracias mil.
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