Tratar de definir la vida de
una manera radical y absoluta, definitiva, como tantos intentos vemos a menudo,
vanos y demasiado simples casi todos ellos, excesivamente altisonantes y vacíos
de un contenido que necesariamente ha de restringirse y limitarse para
adecuarlo a cada uno de los seres de una forma relativa y personal, para no
caer en el craso error de generalizar, que siempre es una negativa forma de
tratar una determinada situación, y más aún cuando de la vida se trata, porque si
la relatividad mueve el universo, también lo ha de hacer con todo cuanto en él
se desenvuelve, estableciendo de este modo los límites existentes en él, salvo
quizás los que le corresponden a él mismo, que es quizás el único valor
absoluto que nuestro limitado cerebro humano intenta vagamente imaginar, y ante el que se ve obligado a
rendirse por ser incapaz de concebir tan majestuosa y soberbia demostración de una
realidad inalcanzable para una vida que se desarrolla en su seno, formulándonos
las eternas preguntas de quienes somos, de dónde venimos y adónde vamos, para
las cuales seguimos sin encontrar respuesta alguna.
La vida es un milagro, un
regalo, una afortunada experiencia única e irrepetible, son tres de las
múltiples concepciones que de la vida tienen quienes desde una simplista visión
de la misma la definen de tal manera que constituyen una afrenta, un desvarío y
una comparación que ofende la inteligencia primero y la sensibilidad después,
cuando de establecer contrastes se refiere entre los seres vivos de un Planeta
que alberga a siete mil millones de
seres sometidos a condiciones tan diversas, tan diferentes y dispares, que
cualquier generalización que se intente con definiciones como las citadas,
supone un tedioso, injusto e irracional intento de una equiparación imposible,
pues la vida es pura subjetividad, que cada individuo experimenta de forma
personal y única, al margen de definiciones que no son sino una pura osadía.
La vida no es un milagro, ni un
regalo, ni una maravillosa experiencia digna de ser vivida para millones de
personas que la sufren cada uno de sus miserables días. Baste echar un vistazo
a los medios de comunicación que nos muestran cada día el sufrimiento que azota
a media humanidad, sometida al hambre y al dolor continuo e insoportable, a
quienes sufren de crueles enfermedades, minusvalías dependientes y
marginaciones sociales varias, que no respeta ni a niños ni a ancianos, para
los que la vida no es sino un mal sueño hecho realidad, cruel e injusta, no el
destino culpable, sino el resto de la Humanidad.
Recientemente he leído un
hermoso libro – De vuelta a casa, de Jim Harrison – del cual recojo unas líneas
que quizás aporten algo de luz, y que rezan literalmente como sigue: tal vez
todas las preguntas que me planteo acerca del significado de la vida sean tan
sólo asuntos que no me incumben y que Dios, o quien sea, es un fascista tan
inmenso como Betelgeuse, y que los mortales no tenemos derecho a plantear
preguntas salvo a unos cuanto dioses pequeños disfrazados de humanos. A los
demás sólo nos queda la posibilidad de ladrar nuestra esencial perplejidad, lo
mismo que si fuéramos perros semihumanos.
Son a esos dioses disfrazados
de humanos a los que debemos exigir todas las necesarias e inexcusables
explicaciones, en lugar de elevar plegarias al viento a esos dioses que jamás
estuvieron ahí, ni en los Cielos ni en Olimpo alguno, porque fuimos nosotros,
los débiles y solitarios humanos, quienes los creamos a ellos. Hoy puede ser un
gran día para muchos. Para tantos otros sólo la frustración, el desamparo y la ausencia
total de esperanza en un futuro que la vida les ha negado.
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