Sin duda fuimos muchos los que
caímos una vez más en la tentación de ver el festival de Eurovisión, más por
costumbre que por convicción, a sabiendas de que nada importante nos íbamos a
perder si prescindíamos de tan singular evento, que como siempre, nos dejó un
cierto hartazgo al contemplar un espectáculo más que previsible, sobre todo a
la hora de las votaciones, que pude adivinar, como tantos imagino que harían,
con determinados países, que suelen votarse entre ellos, en una estúpida
maniobra cansina, absurda y repelente, que continúa intacta después de tantos
años de la misma insoportable matraca a la que nos abonamos y que rara vez veo
terminar, aunque confieso que casi siempre suelo echar un vistazo, sobre todo a
las tendenciosas votaciones que no obstante ni siquiera son ya lo que eran,
pues les han dado un giro tal, que forman parte ya de un espectáculo que como
el de este año aburrió solemnemente al personal, aunque con tantos efectos
especiales y tanta tecnología televisiva, lograron que tantos árboles impidieran
ver el monte, pues a los continuos y desatados zoom, les seguían un derroche
tal de impetuosos movimientos de cámara, que el espectador apenas disponía de
tiempo para contemplar a quienes en ese momento se movían en el escenario, que
en definitiva eran los protagonistas, uno de los cuales necesariamente tenía
que ganar, en este caso una Austríaca llorona, nerviosa y estáticamente
impertérrita, con una espesa y negra barba, que logró ganar con una canción,
que como tantas veces no era, ni por asomo, la mejor del festival.
Hartazgo pues, una vez más, de
un acontecimiento europeo, que parece un fiel remedo de esta Europa que sigue
sin encontrarse a sí misma, con multitud de países, de lenguas y de tiras y
aflojas, que la dejan exhausta, que no posee ninguna fuerza a nivel
internacional, que no es capaz de mostrarse abiertamente crítica con
determinados comportamientos a los que nos tiene sometidos el panorama mundial
y mucho menos con capacidad para actuar,
viéndose continuamente ridiculizada por Estados Unidos y Rusia y China, que
aunque con un potencial económico no muy distante de ellos, carece de una
fuerza similar a la aquellos poseen a la hora de influir en los numerosos
conflictos que cada día surgen, dividida por tantos intereses como países la
integran y que al paso que vamos, si no se muestra firme, se verán
incrementados con los intentos cada vez más numerosos de regiones que intentan
desgajarse del territorio al que pertenecen con el objeto de constituirse en
nuevos Estados que pretenden unirse a una Europa que se va pareciendo cada día
más a una Babel incontrolable.
Y ahora nos piden que votemos,
que participemos en ese festival euro parlamentario de dimensiones ciclópeas,
con cientos de representantes de todos los países que ocupan un gigantesco
hemiciclo, con espléndidos sueldos y mejores retiros y jubilaciones, donde se
hablan decenas de lenguas que separan más que unen y donde los tres o cuatro
países más fuertes, hacen y deshacen a su antojo, sometiendo a los más débiles
a sus dictados, muy bien disimulados, disfrazados y enmascarados por una
retórica que pese a todo no puede engañar a nadie, pues los efectos ahí están,
con multitud de miembros que soportan pesadas cargas, pese a la supuesta
solidaridad, y que engordan a los más fuertes que son los que siempre salen
beneficiados y que se nutren de ellos a sus expensas.
No deben sorprenderse nuestros
políticos cuando se conozcan los altísimos niveles de abstención que se esperan
y que son fruto del hartazgo, el cansancio y el hastío de una ciudadanía que no
los soportan en su País de origen y que no están dispuestos a darles su
confianza votándolos para que los representen en una vieja y anquilosada Europa
en la que cada vez son más los que ni confían ni creen, cada vez más hartos,
cansados y hastiados de una agrupación de países que jamás se integrarán en un
único y fuerte Estado.
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