domingo, 3 de agosto de 2014

LA FÁBRICA DE SUEÑOS

Las salas de cine actuales han sufrido tales cambios en los últimos tiempos, que las han dejado irreconocibles. No tienen el encanto, ni la espectacularidad, ni la elegancia propias de un espacio abierto que ahora nos parecería inmenso, con unas dimensiones tales que bastaba su contemplación al traspasar la entrada, bajo las omnipresentes cortinas y el uniformado acomodador, para que la vista se elevase hacia la cenital bóveda y descubrir así que nos encontrábamos en un lugar único, esplendoroso y fascinante, donde la fábrica de sueños se encontraba presta a mostrarnos sus últimas y mágicas elaboraciones, a través de las imágenes plasmadas en un blanco y seductor escenario, que nos mantenía unidos a él, mediante un sutil vínculo que nos obligaba a ceder todos nuestros sentidos, en aras de un disfrute que nos trasladaba a mundos por completo desconocidos, a lugares a veces soñados y a veces reconocibles, dando rienda suelta al embrujo y al torrente de emoción e imaginación que sólo el cine es capaz de ofrecer, de sugerir y de aportar, cuando de auténtico y buen cine se trata.
Entrar en las salas de hoy en día, mini salas, mini cines, que así se les denomina, como si hubiesen descendido de nivel, de categoría, como si hubiesen bajado un escalón, esos que hay que recorrer en medio de la más absoluta penumbra, en una oscuridad que origina que la subida en busca de la butaca asignada  y la bajada de la misma, constituyan una auténtica aventura, un riesgo que hay que asumir, calculando cada paso y procurando apoyo allá donde pudieres, a la par que intentas descifrar el número de la fila que apenas se vislumbra en el lateral de cada escalón, como si pretendiesen que su hallazgo se convierta en un auténtico juego que puede quedar en un susto o dar con tus huesos en unos infames escalones que has de solventar, para por fin lograr aposentarte en una butaca, cómoda y amplia, pero que a falta de acomodador, encontrarla habrá supuesto una auténtica aventura, que habrás de repetir al final de una sesión, cuya historia no siempre habrá superado en intensidad a la que nos espera en esta última acción para abandonar la sala.
No tiene sentido en los tiempos que corren, claro está, reivindicar aquellas entrañables salas de cine que existían en todas las capitales de provincia, así como en los pueblos más importantes. Tuve la suerte de conocer en Segovia, donde estudié y viví, algunas de estas maravillosas salas, y si la memoria no me falla, recuerdo la sala Cervantes, Las Sirenas, y los cines Victoria, donde los fines de semana solíamos disfrutar del cine en toda la extensión de esta mágica palabra, que hoy en día, pese a que su naturaleza es la misma, ha perdido en parte el poder de sugestión que entonces poseía, o quizás, hayamos de darle la vuelta esta proposición, y somos nosotros los que le hemos dado la espalda y los que hemos perdido esa fascinación por un cine, que en cualquier caso, considero que ha cedido en parte ese mágico poder de convocatoria que antes repartía a raudales y que hoy, por un exceso de artificialidad debido al empleo sistemático de la tecnología, unido a una falta de imaginación y creatividad en esta y otras artes, ha perdido parte de un poderoso, hermoso y seductor atractivo, que le resta una emoción, una imaginación y una credibilidad, sin las cuales el cine pierde gran parte del poderoso poder de atracción que pese a todo aún mantiene.
Tuve la suerte que desde muy pequeño, cuando pasaba una temporada en Madrid, una querida y siempre recordada prima, me llevase día sí y día también al cine. Me encantaba, me maravillaba el cine y ella siempre supo dar satisfacción a esta ilusión que derrochaba, por acceder a aquellos inmensas e imponentes salas que poblaban Madrid por todas partes y cuyas carteleras y anuncios ocupaban varias páginas en los periódicos, hasta el punto de que los fines de semana se hacía absolutamente necesario consultar e incluso llamar para saber si aún quedaban entradas, tal era la demanda que entonces existía, mucho mayor que ahora, con sesiones continuas e incluso dobles en algunos cines de barrio, con calles, las más importantes, como la Gran Vía o Fuencarral, pobladas de imponentes y grandiosas salas que exhibían las mejores películas de entonces, cuando se exhibían grandes superproducciones y excepcionales películas, siempre y cuando no entrasen en conflicto con la censura, y más adelante el magnífico cine español que vivió una espléndida época con excelentes películas de notable éxito.
A mi pesar, visito con muy poca frecuencia el cine, y cuando lo hago, procuro analizar con lupa lo que pretendo ver, y aún así, suelo salir desencantado, hastiado de tanta vulgaridad, tantos efectos tecnológicamente insoportables  y tanta falta de imaginación y creatividad como se derrocha últimamente, que logran que me remueva en la butaca, aburrido y hastiado, como en la última, acerca del consabido diluvio universal, insoportable, absurda y ridícula, innecesariamente violenta y espantosamente insoportable.
Todo parece indicar que la fábrica de sueños está también en crisis. Confiemos en una necesaria y pronta recuperación que nos devuelva la afición por el disfrute de tan singular espectáculo que en tantas ocasiones nos ha hecho soñar despiertos, nos ha dibujado una agradecida y permanente sonrisa en la cara o nos ha abierto los ojos ante los problemas reales que vive nuestro mundo. Todo ello en el cine.

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