Estremece contemplar las
carreteras de salida de las grandes ciudades de este País, sobre todo cuando
los puentes y los festivos se encadenan, cómo parecen unidos por una voluntad
común que consigue que un importante parte de los atribulados habitantes de las
mega urbes huyan de las mismas, como si desertasen evadiéndose a través de sus
garras, de las que siempre están dispuestos a renegar, como si una fuerza
poderosa e irresistible les condujese hacia una huída conveniente y necesaria para
unas vidas demasiada maniatadas por las redes tejidas por una sociedad que les obliga
a convivir en espacios cerrados, inhumanamente comprimidos y sometidos a la
insoportable tensión diaria de un tráfico brutal y despiadado, con gigantescas
autovías y autopistas concéntricas, que en un abrazo mortal todo lo contaminan,
con unas emanaciones incontroladas que escupen al aire que respiramos y con
unos insoportables y crueles ruidos que en ningún caso son asumibles por los
seres vivos que luchan por sobrevivir cada día.
Gigantescas caravanas de
vehículos a modo de ruidosos leviatanes, atraviesan los campos después de
abandonar la urbe, continuando su imparable galopar, dejando a izquierda y
derecha los pequeños pueblos y aldeas, donde aún las gentes no han despertado
de su tranquilo y reparador sueño, mecidos por el plácido silencio y la serena
calma que se respira en sus tranquilas y solitarias calles, mientras el sol
comienza a despuntar en el horizonte, anunciando la llegada de un nuevo día, allí
donde la naturaleza todo lo envuelve, donde la paz más absoluta se enseñorea de
unos hermosos paisajes que rodean omnipresentes el espacio que se nos muestra
allá adonde dirijamos nuestros descansados y relajados ojos, que no se cansan
de contemplar tanta belleza, tanto reposo y tanta tranquilidad de espíritu como
su contemplación depara a quien tiene la suerte la vivir y disfrutar con
frecuencia de estos paradisíacos lugares lejos de las inhabitables grandes
ciudades.
Pasear un hermoso día de
primavera por uno de estos encantadores pueblecitos, cubiertos de verde por
doquier, en un absoluto silencio apenas roto por un insistente y agradable piar
de los pájaros que con sus sonoros cantos nos alegran y elevan un ánimo ya
calmo y plácidamente relajado, supone una experiencia sumamente grata, que nos
anima a andar y a contemplar el paisaje que nos rodea y que para nuestro
deleite se extiende hasta la sierra, a través de los verdes campos cubiertos
ahora por los incipientes cereales, salpicados por huertecillos con árboles
frutales, alamedas, hermosas praderas y allá, limitando con el río Duratón, el
bosque por un lado y el monte por el otro, y dominándolo todo, la sierra de
Somosierra y Guadarrama, que dibujan un arco de ciento ochenta grados que
podemos contemplar en toda su grandiosa extensión, ahora de un color azulado y
en invierno de un blanco almidonado, que es toda una explosión de luz para la
vista y un derroche de espléndida y fascinante demostración de la poderosa y
arrebatadora fuerza de una naturaleza que se digna ofrecer a nuestros admirados
ojos, de una maravillosa y gratuita manera que el espíritu, agradecido,
responde con una incontenible emoción.
Es un placer inimaginable el
que se experimenta cuando una ligera y sutil lluvia, casi imperceptible, acaricia
nuestra cara mientras contemplamos el paisaje. Parece como si quisiera fluir
más despacio, como si se detuviese en su camino, como si ralentizase su caída,
recreándose en la hermosa naturaleza que tan delicadamente baña, esmerándose en
no dañarla, depositándose suavemente, dejándose caer sobre un verde
aterciopelado que mima dulce y cariñosamente.
Mientras tanto la serpiente
multicolor discurre a lo lejos, ajena a la sosegada y cercana quietud que se empeña en ignorar en su imparable
carrera, en busca de su dispar destino, bajando por las rampas de Somosierra,
que sin duda siente nostalgia de la paz que apenas unos kilómetros más abajo
disfrutan los pueblecitos que desde su privilegiada posición puede divisar, y
que afortunadamente nunca verán alterada su parsimoniosa calma y su tranquilo y
plácido reposo, que son un ansiado y placentero soplo de aire fresco para quien
busca el apacible sosiego que la ciudad les niega y que los campos y los
pueblos castellanos generosamente poseen, dispuestos siempre a regalar su paz y
su delicado encanto a los viajeros que buscan una tregua, un respiro, un soplo
de aire fresco, lejos del bullicio de la gran ciudad.
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