domingo, 3 de agosto de 2014

UN SOPLO DE AIRE FRESCO

Estremece contemplar las carreteras de salida de las grandes ciudades de este País, sobre todo cuando los puentes y los festivos se encadenan, cómo parecen unidos por una voluntad común que consigue que un importante parte de los atribulados habitantes de las mega urbes huyan de las mismas, como si desertasen evadiéndose a través de sus garras, de las que siempre están dispuestos a renegar, como si una fuerza poderosa e irresistible les condujese hacia una huída conveniente y necesaria para unas vidas demasiada maniatadas por las redes tejidas por una sociedad que les obliga a convivir en espacios cerrados, inhumanamente comprimidos y sometidos a la insoportable tensión diaria de un tráfico brutal y despiadado, con gigantescas autovías y autopistas concéntricas, que en un abrazo mortal todo lo contaminan, con unas emanaciones incontroladas que escupen al aire que respiramos y con unos insoportables y crueles ruidos que en ningún caso son asumibles por los seres vivos que luchan por sobrevivir cada día.
Gigantescas caravanas de vehículos a modo de ruidosos leviatanes, atraviesan los campos después de abandonar la urbe, continuando su imparable galopar, dejando a izquierda y derecha los pequeños pueblos y aldeas, donde aún las gentes no han despertado de su tranquilo y reparador sueño, mecidos por el plácido silencio y la serena calma que se respira en sus tranquilas y solitarias calles, mientras el sol comienza a despuntar en el horizonte, anunciando la llegada de un nuevo día, allí donde la naturaleza todo lo envuelve, donde la paz más absoluta se enseñorea de unos hermosos paisajes que rodean omnipresentes el espacio que se nos muestra allá adonde dirijamos nuestros descansados y relajados ojos, que no se cansan de contemplar tanta belleza, tanto reposo y tanta tranquilidad de espíritu como su contemplación depara a quien tiene la suerte la vivir y disfrutar con frecuencia de estos paradisíacos lugares lejos de las inhabitables grandes ciudades.
Pasear un hermoso día de primavera por uno de estos encantadores pueblecitos, cubiertos de verde por doquier, en un absoluto silencio apenas roto por un insistente y agradable piar de los pájaros que con sus sonoros cantos nos alegran y elevan un ánimo ya calmo y plácidamente relajado, supone una experiencia sumamente grata, que nos anima a andar y a contemplar el paisaje que nos rodea y que para nuestro deleite se extiende hasta la sierra, a través de los verdes campos cubiertos ahora por los incipientes cereales, salpicados por huertecillos con árboles frutales, alamedas, hermosas praderas y allá, limitando con el río Duratón, el bosque por un lado y el monte por el otro, y dominándolo todo, la sierra de Somosierra y Guadarrama, que dibujan un arco de ciento ochenta grados que podemos contemplar en toda su grandiosa extensión, ahora de un color azulado y en invierno de un blanco almidonado, que es toda una explosión de luz para la vista y un derroche de espléndida y fascinante demostración de la poderosa y arrebatadora fuerza de una naturaleza que se digna ofrecer a nuestros admirados ojos, de una maravillosa y gratuita manera que el espíritu, agradecido, responde con una incontenible emoción.
Es un placer inimaginable el que se experimenta cuando una ligera y sutil lluvia, casi imperceptible, acaricia nuestra cara mientras contemplamos el paisaje. Parece como si quisiera fluir más despacio, como si se detuviese en su camino, como si ralentizase su caída, recreándose en la hermosa naturaleza que tan delicadamente baña, esmerándose en no dañarla, depositándose suavemente, dejándose caer sobre un verde aterciopelado que mima dulce y cariñosamente.
Mientras tanto la serpiente multicolor discurre a lo lejos, ajena a la sosegada  y cercana quietud que se empeña en ignorar en su imparable carrera, en busca de su dispar destino, bajando por las rampas de Somosierra, que sin duda siente nostalgia de la paz que apenas unos kilómetros más abajo disfrutan los pueblecitos que desde su privilegiada posición puede divisar, y que afortunadamente nunca verán alterada su parsimoniosa calma y su tranquilo y plácido reposo, que son un ansiado y placentero soplo de aire fresco para quien busca el apacible sosiego que la ciudad les niega y que los campos y los pueblos castellanos generosamente poseen, dispuestos siempre a regalar su paz y su delicado encanto a los viajeros que buscan una tregua, un respiro, un soplo de aire fresco, lejos del bullicio de la gran ciudad.

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